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EL RESCATE DEL AMOR

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 3 may
  • 6 Min. de lectura

El capítulo 21 del Evangelio de Juan es un epílogo glorioso, lleno de ternura, perdón, misión y sentido. En él encontramos a los discípulos después de la resurrección, desconcertados, pescando nuevamente en el lago de Galilea. Parece que han vuelto al punto de partida. El Maestro ha resucitado, sí, pero aún no saben bien qué hacer con ese milagro.

Esta escena nos recuerda los momentos en que, después de una gran pérdida, decepción o incluso tras una victoria desconcertante, no sabemos cómo seguir. Nos sentimos como Pedro y sus compañeros: cansados, vacíos, trabajando en la noche sin resultados. Sin embargo, es precisamente en esos momentos cuando el Resucitado se aparece y pronuncia palabras que transforman la historia.

“Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Se apareció de esta manera…” (Juan 21,1)

Pedro dice: “Voy a pescar”. Y los demás responden: “Vamos también nosotros contigo”. A simple vista, parece un gesto sin mayor trascendencia. Pero en el lenguaje del Evangelio, volver a pescar no es simplemente una actividad recreativa. Es una vuelta al oficio anterior, a la vida antes del seguimiento de Jesús. Después de todo lo vivido, después del drama del Calvario y el asombro del sepulcro vacío, Pedro no sabe qué hacer con esa resurrección… y vuelve a lo que conoce.

Aquí hay una lección vital: cuando no entendemos nuestro propósito, cuando el alma está desorientada, solemos refugiarnos en lo conocido. Pero Dios no nos deja allí.

“Salieron y subieron a la barca; pero aquella noche no pescaron nada.”

La noche representa no solo la oscuridad física, sino también la confusión espiritual. Todo esfuerzo sin Cristo es estéril. La barca se convierte en metáfora de la vida humana: remamos, lanzamos redes, trabajamos… pero si Él no está, nada fructifica.

Esto remite al Salmo 127:

“Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.” (Sal 127, 1)

“Cuando ya amanecía, Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.”

Al amanecer —ese momento simbólico del paso de la noche a la luz— Jesús aparece. No con rayos y truenos, sino como un caminante cualquiera. Así suele ser su estilo: silencioso, discreto, pero decisivo.

“Échenla a la derecha de la barca y encontrarán.”

Esta simple indicación —tan parecida a la de Lucas 5, cuando Jesús llamó por primera vez a Pedro— cambia el resultado de toda una noche. Obedecer la palabra de Jesús, aunque suene absurda, produce frutos asombrosos: 153 peces grandes.

Ese número ha dado lugar a muchas interpretaciones. San Jerónimo decía que era el número total de especies de peces conocidas en la antigüedad, simbolizando que la misión de la Iglesia era universal. Más allá de la cifra exacta, el mensaje es claro: cuando se pesca con Cristo, el resultado siempre es abundante, diverso y pleno.

“Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!”

El “discípulo amado” —figura del amor contemplativo— reconoce primero a Jesús. El amor tiene una mirada especial, una sensibilidad única. Y Pedro, impulsivo como siempre, se lanza al agua. Este gesto expresa una verdad interior: su corazón anhela reconciliación, cercanía, respuesta.

La escena evoca la pasión de Pedro, que a pesar de haber negado a Jesús tres veces, aún lo ama profundamente. Esa tensión entre culpa y amor será el núcleo del próximo diálogo.

“Cuando bajaron a tierra, vieron unas brasas preparadas con pescado sobre ellas y pan.”

Qué belleza tiene este gesto: el Resucitado ha preparado comida. Un Dios que cocina para sus amigos. Aquí no hay discursos teológicos, sino pan, pescado y fuego. La mesa de la reconciliación comienza con lo cotidiano.

El fuego de brasas recuerda otro fuego: aquel en el que Pedro negó a Jesús (Jn 18,18). El escenario es similar, pero el resultado será distinto. Lo que antes fue traición, ahora será redención.

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”

Tres veces Jesús pregunta. Tres veces Pedro responde. Tres veces Jesús confía una misión. Este triple interrogatorio no es humillación, sino sanación. Cada respuesta sana una negación.

En griego, el diálogo tiene una riqueza impresionante. Jesús pregunta dos veces con el verbo agapâs me (¿me amas con amor total?) y Pedro responde con philô se (te quiero como amigo). En la tercera pregunta, Jesús desciende al nivel de Pedro y le pregunta también philêis me, como diciendo: “¿Me quieres al menos así?”

Jesús no exige lo que no podemos dar. Acepta nuestro amor tal como es… pero lo transforma.

Cada afirmación de amor viene seguida de un encargo pastoral:

“Apacienta mis corderos… cuida mis ovejas…”

Este pasaje es la confirmación del primado de Pedro, no basado en un privilegio, sino en el amor y el perdón. No se le pregunta si es capaz, si es valiente, si tiene un máster en liderazgo. Se le pregunta si ama. Y solo desde el amor puede ejercer autoridad pastoral.

Este texto también es espejo para todo líder, especialmente en la Iglesia: el que no ama a Cristo y a su rebaño, no puede apacentar ni conducir. Toda misión nace de la relación con el Señor.

“Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.”

Jesús anticipa a Pedro su destino: el martirio. El amor que Pedro profesa será probado hasta el final. Y lo será con un amor maduro, libre, obediente.

Esta frase muestra que el seguimiento cristiano no es solo emoción inicial o compromiso voluntario. Es entrega, cruz, donación. Pero también es glorificación:

“Dijo esto para indicar con qué muerte iba a glorificar a Dios.”

Sí, el martirio es glorificación, porque cuando uno muere por amor a Cristo, su muerte deja de ser fracaso y se convierte en semilla.

Después de todo, Jesús repite lo que había dicho al principio, cuando conoció a Pedro: “Sígueme” (Jn 1,43). Ahora, sin redes, sin barcos, sin máscaras. Con un corazón sanado, Pedro está listo para seguirlo hasta el final.

El seguimiento cristiano es cíclico y progresivo. Siempre hay un nuevo “sígueme” que nos llama a más profundidad, más entrega, más amor.

De todo lo anterior, podemos encontrar las siguientes enseñanzas:

1. Volver a empezar no es fracaso, si Cristo está en la orilla.

Aunque retrocedas o te sientas perdido, Jesús sabe encontrarte. Él aparece donde menos lo esperas y transforma tu noche vacía en un amanecer lleno.

2. El amor imperfecto también sirve.

Jesús no exige una perfección inalcanzable, sino un corazón sincero. Pedro no le ofrece el amor más perfecto, pero sí el más honesto. Y eso basta para que Dios confíe en él.

3. La misión nace del perdón.

Pedro no recibió su encargo porque fue impecable, sino porque fue amado y perdonado. Lo mismo pasa con nosotros: no somos enviados porque seamos perfectos, sino porque Dios quiere transformar nuestras heridas en puentes.

4. La autoridad verdadera brota del amor.

Apacentar, cuidar, liderar… sólo es posible si se ama profundamente. En la Iglesia y fuera de ella, los mejores líderes no son los más brillantes, sino los más compasivos.

5. Dios cocina y espera junto al fuego.

El Evangelio nos presenta a un Jesús doméstico, humilde, cercano. Esto nos enseña que la espiritualidad no está lejos de la cotidianidad. Allí donde hay pan, brasas y comunidad, puede haber resurrección.

6. El martirio puede ser físico… o cotidiano.

No todos estamos llamados a morir por Cristo con sangre, pero sí con entrega diaria. Amar, perdonar, ser fieles, servir… son pequeñas muertes que glorifican a Dios.

7. La última palabra es siempre: “Sígueme”.

Esta invitación no caduca. Cada día Jesús la renueva. Seguirlo es una aventura que siempre comienza de nuevo.

San Juan 21,1-19 no es solo el relato de una aparición del Resucitado. Es la historia de todos nosotros. A veces pescamos sin frutos, otras veces corremos hacia Él, muchas veces lo negamos… pero siempre podemos volver al fuego de su amor, dejarnos mirar, sanar, perdonar, y volver a escuchar: “Sígueme”.

Pedro es tú. Pedro soy yo. Con nuestras redes rotas, nuestro amor titubeante, nuestros fracasos a cuestas… pero también con la posibilidad de ser transformados por el amor fiel de Jesús. Porque para Dios, ningún “te quiero” es despreciable, y cada “sí” es un paso hacia la plenitud.

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