EL PESEBRE ENCOLOCHADO

A mi padre le gustaba trabajar la madera. Era un artista y mi casa está llena de sus obras . En la entrada, una cruz de bordes redondos en alto relieve adornan la puerta principal de la robusta puerta de madera.

En la sala, un bello retablo de flores y estrellas embellecen un mueble finamente tallado, sostenida por dos columnas torneadas que a sus pies se halla un jarrón de flores. Todo un conjunto vivo en madera preciosa. En él, mi madre disfrutaba colocar fotos, adornos y flores.

La sala revestida de un follaje de color madera. Al pie de la imagen de Guadalupe, una mesa fuerte y generosa, que lleva en sus hombros a la Purísima y fotos de mi madre, padre y hermano menor.

Le encantaba pasar horas con el cepillo y la brocha dando formas a la caoba, el roble, el cedro real, el pochote y genízaro. Puertas y ventanas, mesas y bancos cuentan las horas y el arte de tan prodigiosas manos.

Una vez, hace mucho tiempo, regalé a papá un pesebre de figuras de yeso bellamente pintadas. Sonrió, porque Nochebuena le traía hermosos recuerdos de familia.

Le hizo una casita pintada en café y con fondo color cielo. El piso lo rellenó de colochos de madera. Aquel pesebre cobró vida y llenó nuestros rostros de una inmensa alegría. Qué alegre estaba papá, pues para él tenía un significado mucho mayor.

Recordaba con humildad y gratitud su descendencia, a su madre y padre, mis abuelos, que de jóvenes partieron al Cielo, siendo niño papá. Adoraba el recuerdo de mi abuelita, cuya memoria vive en mi corazón.

Navidad es un lugar para la familia, que sólo tiene sentido si hay amor y unión. Los recuerdos se hacen sentimientos dorados y la casa, por muy humilde que sea, se llena de aromas y cantos.

El pesebre de Jesús nos recuerda que descendemos de un linaje muy humilde y sencillo. Y que nuestra casa es de puertas abiertas, para recibir al Esperado, a quien nos cambia nuestra historia y anuncia una era de paz y de bien para todos.