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EL PAN QUE NO PERECE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 5 may
  • 6 Min. de lectura

En todos los rincones del planeta, desde las ciudades más modernas hasta los pueblos más recónditos, el ser humano experimenta un hambre profunda. No es simplemente la necesidad biológica de alimento, sino un vacío existencial que clama sentido, plenitud, amor y eternidad.

Juan 6,30-35 es parte del discurso del Pan de Vida, un texto denso en significado teológico y espiritual. Aquí no solo se expone una enseñanza sobre la fe, sino una revelación central de la identidad de Cristo y su misión salvadora. El texto dice así:

“Ellos entonces le dijeron: ‘¿Qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer.’ Jesús les respondió: ‘En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio el pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.’ Entonces le dijeron: ‘Señor, danos siempre de ese pan.’ Jesús les dijo: ‘Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.’” (Jn 6,30-35)

Este pasaje es un punto de inflexión. No se trata ya de signos visibles, sino de una fe que reconoce a Jesús como el don mismo del Padre. Entremos ahora en una lectura en profundidad.

Este texto se sitúa justo después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15). Las multitudes, impresionadas, quieren hacer a Jesús rey. Sin embargo, Jesús se retira, mostrando que su reinado no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Al día siguiente, el pueblo lo busca de nuevo, no tanto por sus palabras, sino porque han comido hasta saciarse (cf. Jn 6,26).

Esto nos revela algo profundamente humano: la tendencia a buscar a Dios no por lo que Él es, sino por lo que nos da. Jesús, sin embargo, quiere llevar a sus oyentes a una comprensión más elevada: del pan perecedero al pan eterno, del milagro visible al misterio de su persona.

Cuando la gente le pide un signo, se remonta al maná del desierto, el pan que Moisés dio al pueblo en su travesía por el desierto (cf. Éx 16). Para los judíos, ese milagro era uno de los más grandes actos salvíficos de Dios. Pero Jesús, con autoridad divina, corrige esta comprensión y dice: “No fue Moisés... sino mi Padre”.

Así empieza a manifestarse una teología cristológica: Jesús se presenta no solo como un profeta, sino como el enviado del Padre, el verdadero pan del cielo, dador de vida eterna.

En el pensamiento judío, el “pan del cielo” evocaba el maná, considerado un don divino que sustentaba al pueblo en el desierto. Era símbolo de la providencia de Dios, pero también signo de su Palabra (cf. Dt 8,3: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”).

Jesús da un paso más: Él mismo es ese pan. No es simplemente alguien que da pan: es el pan. Con esto, está revelando una dimensión radical: Él es el sustento del alma, la respuesta al hambre de eternidad que todo ser humano lleva dentro.

Esta afirmación: “Yo soy el Pan de Vida” (Jn 6,35), no es simbólica en un sentido débil. En el contexto del Evangelio de Juan, cada vez que Jesús utiliza la fórmula “Yo soy”, está evocando el nombre sagrado de Dios revelado a Moisés en la zarza ardiente: “Yo soy el que soy” (Éx 3,14). Por tanto, este es un acto de auto-revelación divina. Jesús no está diciendo simplemente “soy importante”, sino “soy Dios que se da como alimento”.

La gente le pide a Jesús: “Señor, danos siempre de ese pan” (Jn 6,34). Esta frase, que recuerda a la petición de la samaritana en Jn 4,15 (“Dame de esa agua para que no tenga más sed”), muestra un corazón que intuye, pero no comprende del todo. Es un deseo genuino, pero aún limitado por la mentalidad de lo material.

La respuesta de Jesús es clara y desafiante: “El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed”. Aquí, la fe aparece como el medio para “comer” ese pan. No se trata simplemente de una adhesión intelectual, sino de una entrega existencial. “Creer en Jesús” es aceptar su persona, su misión, su cruz, su resurrección, y vivir conforme a esa fe.

La verdadera saciedad, dice Jesús, no viene del pan que alimenta el cuerpo, sino del encuentro con Él, el Hijo de Dios. Aquí se muestra también una de las claves más profundas de este evangelio: la fe no es solo un acto humano, sino una respuesta al don de Dios. Es entrar en comunión con Él, dejarse transformar, hacerse uno con el Hijo.

Aunque el texto no menciona directamente la Eucaristía, está íntimamente ligado a ella. Más adelante, en el mismo discurso, Jesús dirá: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51), y luego: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6,54).

Este “pan de vida” que se nos da es Cristo mismo, y se nos ofrece de forma sacramental en la Eucaristía. No se trata solo de una metáfora espiritual: es una realidad viva, que la Iglesia ha reconocido desde sus primeros días. San Ignacio de Antioquía, en el siglo I, llamaba a la Eucaristía “medicina de inmortalidad”. San Justino Mártir, en el siglo II, decía que “no es pan común ni bebida común, sino la carne y sangre de Jesús encarnado”.

En cada misa, cuando el sacerdote dice “Este es mi cuerpo”, se actualiza esta promesa: Jesús, el Pan del cielo, se ofrece nuevamente como alimento para nuestra alma, como comunión real con Dios.

Hoy, como en los tiempos de Jesús, el mundo tiene hambre. Pero es un hambre más sofisticada, más oculta. Hambre de sentido, de afecto, de justicia, de perdón, de verdad, de esperanza. Vivimos rodeados de opciones, pero el corazón sigue vacío. El mundo ofrece muchos “panes”: el éxito, el consumo, la tecnología, el placer... pero todos se vuelven polvo en la boca.

El mensaje de Jesús sigue vigente: “El que viene a mí no tendrá hambre”. Él no promete eliminar nuestras luchas, pero sí llenar ese vacío interior que nada ni nadie puede llenar. Él mismo es el contenido del alma, el maná del camino, el Pan para peregrinos.

He aquí algunas enseñanzas para nuestra vida:

+ Busca el Pan que no perece.

No te conformes con lo inmediato, con lo superficial. La vida tiene sed de trascendencia. Pregúntate cada día: ¿Estoy viviendo para lo eterno o para lo efímero?

+ La fe es el verdadero alimento.

En un mundo que exalta la autosuficiencia, Jesús nos recuerda que solo la fe nos nutre realmente. Cree en Él con todo tu ser. Confía incluso cuando no entiendas. Comer su Pan es entregarle tu vida.

+ Jesús no da cosas, se da a sí mismo.

No busques a Dios solo por sus bendiciones. Él es el regalo. Su presencia vale más que todos los milagros. Aprende a amarle por quien es, no solo por lo que te da.

+ La Eucaristía es tu maná diario.

Participa de ella con amor y reverencia. En cada comunión, no solo “recibes” a Cristo: te unes a Él. Y eso transforma tu vida, tu modo de ver, tus decisiones.

+ Comparte el pan que has recibido.

Si Jesús es tu alimento, no puedes guardártelo. Hay muchos que viven sin sentido, sin consuelo, sin dirección. Sé testigo, comparte el Pan, ofrece a Cristo con tu vida.

+ No tengas miedo del hambre espiritual.

A veces sentir el vacío es el primer paso para encontrarte con Dios. Jesús no vino a los saciados, sino a los hambrientos de verdad. Si sientes esa sed de más, estás en buen camino.

En un mundo que busca alimentar su alma con migajas, Jesús se presenta como el Pan vivo que desciende del cielo. Él no es un complemento, no es una opción más. Es el único que puede saciar el hambre radical del ser humano. Nos invita a una fe que va más allá de los signos, a un amor que transforma desde dentro, a una comunión que nos hace eternos.

Como la gente de Cafarnaúm, podemos decir: “Señor, danos siempre de ese pan”. Pero ahora sabemos lo que eso significa: querer a Cristo no solo en la boca, sino en el corazón; no solo en la oración, sino en la vida. Porque cuando Él es nuestro pan, no solo tenemos alimento: tenemos vida.

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