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EL LLANTO DEL HIJO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

“Cristo, en efecto, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna.”

(Hebreos 5:7–9)

Estas palabras nos abren una ventana extraordinaria al corazón de Cristo, no como una figura lejana de mármol divino, sino como un Hijo que clama, que sufre, que aprende. Este es el escándalo de la Encarnación: Dios no solo se hace carne, sino que entra plenamente en la fragilidad, la angustia y el dolor humano. Y desde allí, desde el llanto y la obediencia, brota la salvación eterna.

En un mundo que idolatra el éxito, la autosuficiencia y la comodidad, este texto nos sitúa en una espiritualidad completamente contracultural: una espiritualidad de lágrimas. No como derrota, sino como camino de perfección.

La Carta a los Hebreos es uno de los textos más teológicamente sofisticados del Nuevo Testamento. Presenta a Cristo como el Sumo Sacerdote perfecto, mediador entre Dios y los hombres, no solo por su divinidad, sino porque ha compartido plenamente nuestra humanidad.

El capítulo 5 desarrolla el tema del sacerdocio de Cristo. A diferencia de los sacerdotes levíticos que debían ofrecer sacrificios por sí mismos y por el pueblo, Cristo, sin pecado, se ofrece a sí mismo como víctima y sacerdote. Pero este sacerdocio no se impone por privilegio, sino que se forma en la escuela del sufrimiento.

La imagen de Jesús orando con gritos y lágrimas remite inmediatamente a los momentos de mayor agonía en su vida, especialmente en Getsemaní:

“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

(Lucas 22:42)

“Y entrando en agonía, oraba con más insistencia; y fue su sudor como gruesas gotas de sangre que caían a tierra.”

(Lucas 22:44)

Este grito del alma de Jesús no es solo un recurso literario. Es la expresión genuina de su humanidad. Dios llora. Y ese llanto tiene fuerza salvífica. No es que Jesús tuviera miedo simplemente al dolor físico, sino al peso del pecado del mundo, al abismo de la separación del Padre que experimentaría en la cruz.

El autor de Hebreos afirma que estas súplicas fueron “escuchadas por su piedad filial” (literalmente: “por su eusebeia”, reverencia devota). ¿Pero cómo fueron escuchadas, si Jesús murió igualmente? Aquí está el misterio: no fue salvado de la muerte, sino a través de la muerte. Dios no le evitó la cruz, pero sí le dio la victoria en la resurrección.

“Ofreció oraciones… y fue escuchado.” El verdadero milagro no es evitar el sufrimiento, sino transformarlo en redención.

Esta es una de las frases más asombrosas de todo el Nuevo Testamento: el Hijo de Dios aprendió. No porque le faltara algo, sino porque la obediencia filial no se impone, se vive.

¿Puede Dios aprender?

En su divinidad, Cristo es perfecto desde siempre. Pero en su humanidad, crece. Como dice Lucas:

“Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia...” (Lucas 2:52)

La Encarnación no fue una simulación. Jesús experimentó la obediencia, la lucha interior, el discernimiento de la voluntad del Padre. Su obediencia no fue automática, sino libremente aceptada, incluso cuando dolía. Aprender a obedecer es entrar en la dinámica de la cruz.

En la espiritualidad bíblica, el sufrimiento no es solo castigo o consecuencia del pecado. A veces, es un aula. La “escuela de la cruz” enseña cosas que ninguna universidad puede transmitir.

“Dichoso el hombre a quien Dios corrige, y no desprecies la disciplina del Todopoderoso.” (Job 5:17)

“El Señor corrige a los que ama, y castiga a todo el que recibe como hijo.” (Hebreos 12:6)

Cristo no necesitaba corrección por pecado, pero sí debía vivir plenamente la condición humana, y en ella, el sufrimiento es ineludible. La obediencia se prueba precisamente cuando seguir a Dios cuesta.

“Y, llevado a la consumación, se convirtió en autor de salvación eterna...”

La palabra griega traducida como "consumación" es teleiotheís, que implica ser hecho perfecto, madurado, completado. No se trata de una perfección moral (Jesús ya era sin pecado), sino de una perfección existencial y sacerdotal: Cristo se vuelve el sacerdote perfecto al atravesar completamente el drama humano.

Esto recuerda las últimas palabras de Jesús en la cruz:

“Tetelestai” – “Todo está cumplido” (Juan 19:30).

La cruz no es el fracaso del Mesías, sino su coronación. En ella alcanza su “telos” (fin, propósito). La pasión es la puerta hacia la gloria.

“Era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria.” (Lucas 24:26)

Aquí el texto conecta la experiencia de Cristo con la nuestra. Él, que aprendió obediencia, se convierte en fuente de salvación para quienes lo imitan en esa obediencia. No se trata solo de creer en él, sino de seguirlo.

“No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino, sino el que hace la voluntad de mi Padre.” (Mateo 7:21)

“El que quiera seguirme, que tome su cruz cada día y me siga.” (Lucas 9:23)

Obedecer a Cristo no es una actitud pasiva, sino una elección activa, diaria, costosa. Pero en esa obediencia está la promesa de salvación eterna. No salvación momentánea, emocional o superficial: eterna. Una vida en comunión plena con Dios que comienza aquí y culmina en la resurrección final.

¿Qué enseñanzas podemos aprender?

1. La oración en el sufrimiento es legítima y santa.

Jesús no escondió su angustia. Clamó. Lloró. Suplicó. También nosotros podemos orar así. Dios no quiere oraciones perfectas, sino sinceras. En la noche oscura del alma, no es signo de debilidad clamar a Dios: es signo de fe.

“Este pobre gritó, y el Señor lo escuchó.” (Salmo 34:6)

2. No todo sufrimiento es inútil.

En manos de Dios, el sufrimiento puede transformarse en puente. No estamos llamados a buscar el dolor, pero sí a aceptarlo cuando viene y ofrecerlo. El dolor unido a Cristo se convierte en salvación.

“Si sufrimos con él, seremos glorificados con él.” (Romanos 8:17)

3. La obediencia es un proceso, no una perfección instantánea.

No nacemos obedientes. Aprendemos a obedecer. A veces a través del error, otras a través del silencio de Dios, otras en medio de las lágrimas. Cristo mismo nos enseña que la obediencia es el fruto maduro del amor.

“El que me ama, guardará mis palabras.” (Juan 14:23)

4. La perfección cristiana pasa por la cruz.

Ser “consumados” como Cristo es pasar también por nuestro propio Getsemaní. Pero no estamos solos. El autor de la salvación va delante de nosotros. La cruz no es el final. Es el camino hacia la plenitud.

“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.” (Mateo 5:10)

5. La salvación requiere obediencia.

La gracia de Dios es gratuita, pero no barata. Nos salva, pero también nos llama a responder. Obedecer a Cristo no es legalismo, es amor comprometido. Como él fue fiel hasta la muerte, también nosotros estamos llamados a la fidelidad en el día a día.

Cada vez que oramos en medio del dolor, cada vez que obedecemos aunque cueste, cada vez que lloramos y no entendemos, estamos participando del misterio del Hijo. El mismo que gritó y fue escuchado. El mismo que obedeció y fue glorificado. El mismo que, desde su humanidad redimida, nos ofrece una salvación que no decepciona.

“Fiel es el que prometió.” (Hebreos 10:23)

Que nuestras lágrimas, unidas a las suyas, no sean señales de desesperación, sino de comunión. Que nuestra obediencia, aunque frágil, se nutra del ejemplo del Hijo. Y que nuestra esperanza no se apoye en nuestras fuerzas, sino en aquel que, siendo Dios, aprendió a amar con sangre, con lágrimas y con obediencia perfecta.

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