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EL JUICIO DE JESÚS

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».

Hay escenas en los Evangelios que, por su fuerza simbólica y su belleza humana, parecen capturar el corazón mismo del mensaje cristiano. La historia de la mujer sorprendida en adulterio, traída ante Jesús por escribas y fariseos, es una de ellas. En unos pocos versículos, el evangelista Juan condensa una teología de la compasión, un juicio contra la hipocresía y una revolución en la forma de ver la justicia.

Pero más allá del relato, esta escena nos interpela en lo más profundo: ¿cómo miro al que ha caído? ¿Qué hago con las piedras que cargo en mis manos y en mi corazón? ¿Qué escribo yo en la tierra cuando otros esperan mi juicio?

“Esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio”, declaran con voz grave. Ella no niega nada. Su silencio es elocuente. Está allí, colocada en medio, humillada, usada como carnada en una trampa legal y religiosa. Nadie la mira como persona. Es solo un caso, un expediente. ¿Dónde está el hombre con quien cometió el pecado? No está. Nunca estuvo. Como suele pasar, la carga del juicio cae siempre más pesada sobre los más vulnerables.

En el centro de la escena, entre la ley y la vida, entre la piedra y el corazón, está ella. Y en medio de todos, también Jesús. No como juez implacable, sino como un escudo humano, como una frontera viva entre la dureza de la ley y la posibilidad del perdón.

Jesús no responde de inmediato. No se deja atrapar por la urgencia de los acusadores. Se inclina y escribe en la tierra con el dedo. ¿Qué escribió? El texto no lo dice. Y tal vez sea mejor así, porque nos obliga a mirar el gesto más que el contenido.

Jesús, que es la Palabra, responde con el silencio. En un mundo de juicios rápidos y linchamientos morales, Él enseña la lentitud del discernimiento. Él que escribió la ley en piedra (Éxodo 31,18), ahora escribe en la arena: no para condenar, sino para humanizar.

Quizás allí escribió nuestros pecados, o nuestras hipocresías. O tal vez simplemente dibujó líneas que separan la justicia de la venganza. Lo cierto es que esa pausa silenciosa le dio a todos el tiempo de mirarse por dentro.

“El necio da rienda suelta a su ira, pero el sabio la reprime” (Proverbios 29,11).

Como un relámpago de verdad, Jesús se incorpora y pronuncia una frase que no necesita defensa:

“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Juan 8,7).

No dice que el pecado no importe. No minimiza el daño causado por el adulterio. Pero introduce una condición para el juicio: la propia limpieza del corazón. De un golpe, desenmascara la hipocresía, el legalismo frío y la justicia desequilibrada.

La piedra, símbolo de castigo y violencia, se convierte ahora en espejo. Quien la tiene en la mano debe mirarse antes de lanzarla. Porque todos, de alguna manera, estamos en deuda con la misericordia.

“Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3,23).

Y si todos estamos en falta, ¿cómo atreverse a ser verdugos?

El texto continúa con una coreografía maravillosa. No hay gritos. No hay debates. Solo un lento retirarse, uno a uno, comenzando por los más viejos. Tal vez porque los años traen heridas, recuerdos, compasión. O tal vez porque la experiencia enseña que nadie sale limpio del todo.

“Se fueron retirando uno a uno” (Juan 8,9).

La escena cambia: del tumulto a la soledad. Ya no hay acusadores. Solo queda la mujer y Jesús, que no la ha acusado, ni señalado, ni avergonzado.

En ese momento se produce el verdadero milagro: no la absolución, sino el encuentro con una justicia que restaura.

Jesús le habla ahora a ella, no como objeto de controversia, sino como persona redimida. No le pregunta detalles, no exige confesiones públicas. Solo una declaración liberadora:

“Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más” (Juan 8,11).

Aquí hay justicia y misericordia. Verdad y ternura. No hay condena, pero sí un llamado claro a la conversión. El amor de Jesús no es cómplice del pecado, pero nunca es cómplice del odio. Su misericordia no relativiza el mal, pero siempre busca sanar al herido.

“No he venido a llamar a justos, sino a pecadores para que se conviertan” (Lucas 5,32).

El perdón no es un “borrón y cuenta nueva” sin consecuencias. Es una oportunidad para reescribir la historia con tinta de gracia.

Esta escena nos deja una pedagogía de la vida cristiana. Algunas claves prácticas:

Revisar nuestras piedras

¿Qué juicios llevo en las manos? ¿A quién estoy dispuesto a lapidar con mis palabras, miradas, silencios? Antes de apuntar, ¿me he examinado?

“¿Por qué miras la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo?” (Mateo 7,3).

Como Jesús, a veces el mayor acto de sabiduría es escribir en el suelo, callar, discernir, dar tiempo. El mundo no necesita más gritos, sino más gestos que desarmen los conflictos.

Ni relativismo, ni condena. La misericordia no es negar el pecado, sino abrazar al pecador con la esperanza de su transformación. Esto implica saber corregir con amor.

Ver a los demás no como errores vivientes, sino como personas con una historia. Jesús no ve una adúltera. Ve una hija de Dios llamada a vivir de otro modo.

“No peques más” es un acto de fe en el futuro de la otra persona. Es confiar en que hay más por escribir. ¿Qué pasaría si miráramos a todos así?

Como aquellos fariseos, a veces la mayor sabiduría es reconocer el error y retirarse. No con vergüenza, sino con humildad.

En última instancia, esta escena no habla solo de la mujer o de los acusadores. Habla de Jesús. De su estilo único de actuar. De cómo su presencia transforma los espacios y las relaciones.

Jesús no vino a derogar la ley, pero sí a cumplirla en plenitud (Mateo 5,17), es decir, con el corazón del Padre. Por eso, su justicia no se basa en el castigo, sino en el amor que salva. Su juicio no es un veredicto, sino una propuesta de vida nueva.

“La letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Corintios 3,6).

Jesús no niega la realidad del pecado, pero lo ubica en un contexto más grande: el de la dignidad humana, la libertad, y la capacidad de recomenzar.

No sabemos qué hizo la mujer después. El Evangelio no nos lo cuenta. Tal vez volvió a su casa, o se convirtió en discípula. Lo importante es que Jesús no escribió su historia en piedra, sino en tierra: un texto abierto a la gracia.

Del mismo modo, nuestra vida sigue abierta. Las piedras que soltamos hoy son caminos que abrimos para otros… y para nosotros mismos.

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