EL INJUSTO SISTEMA
- estradasilvaj
- 29 abr
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“Dios eterno, que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo que su maldad ha inventado contra mí” (Daniel 13,42).
La voz de Susana irrumpe en el relato bíblico como un grito desgarrador de una mujer inocente condenada por la mentira. Su historia, aunque anclada en los tiempos antiguos, resuena con fuerza en el presente, como un eco persistente que atraviesa siglos para denunciar una realidad que no ha cambiado tanto: los sistemas judiciales, diseñados para proteger al inocente y castigar al culpable, no siempre cumplen con su propósito. A veces se tuercen por intereses, prejuicios o poder. Y en ese caos, los inocentes gritan... si es que se les permite gritar.
Hoy, en pleno siglo XXI, el mundo presume de sus democracias, de sus códigos penales, de sus fiscalías especializadas y de sus sistemas de apelación. Sin embargo, en las sombras, como entonces, muchos inocentes languidecen en prisiones injustas, víctimas de errores, corrupción o indiferencia. La historia de Susana no es solo un relato bíblico; es el rostro de miles de personas que hoy claman desde el silencio carcelario: “Dios eterno, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí”.
En el relato de Susana (Daniel 13), dos ancianos perversos, jueces del pueblo, utilizan su posición de autoridad para condenar a una mujer inocente que ha rechazado sus avances. No sólo abusan de su poder, sino que lo hacen mintiendo descaradamente. El falso testimonio es presentado en el texto no como un error humano, sino como una verdadera injusticia orquestada desde el corazón del pecado.
La Escritura es clara respecto al falso testimonio. El octavo mandamiento lo prohíbe de forma categórica: “No darás falso testimonio contra tu prójimo” (Éxodo 20,16). Pero más allá del mandamiento, Dios aborrece esta práctica porque desfigura la verdad, destruye vidas y socava la justicia. El libro de los Proverbios lo señala sin ambages: “Seis cosas aborrece el Señor, y siete detesta su alma: [...] el testigo falso que habla mentiras y el que siembra discordia entre hermanos” (Proverbios 6,16.19).
El drama de nuestro tiempo es que el falso testimonio ya no se presenta siempre como una mentira individual, sino como una mentira sistémica. Es el informe manipulado, la evidencia "perdida", la declaración fabricada, el soborno al testigo, la presión al perito, el juicio mediático que condena antes que el juez. La injusticia ya no se esconde: se institucionaliza.
En medio de esa injusticia, la oración de Susana nos devuelve a la esperanza: “Dios eterno, que ves lo escondido”. La injusticia humana puede cegar, pero no puede burlar la mirada de Dios. Él ve el corazón, la verdad no manipulada por el poder o la prensa, y actúa en el tiempo oportuno. En el relato bíblico, Dios suscita a Daniel, un joven valiente, para que intervenga y exponga la falsedad del testimonio.
La fe cristiana nos invita a no perder de vista esta dimensión profética. Aunque las estructuras humanas fallen, aunque la justicia se venda o se corrompa, Dios sigue siendo el juez justo. El salmista lo proclama: “El Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles” (Salmo 37,28). Y también: “Justicia y derecho son la base de tu trono” (Salmo 89,14).
Sin embargo, no basta con esperar que Dios actúe: somos llamados, como Daniel, a levantar la voz, a interceder, a denunciar. El cristianismo no es una religión del silencio ante el mal, sino una espiritualidad que clama: “¡Justicia!”. Jesús mismo enfrentó tribunales injustos. Fue juzgado de noche, en secreto, sin garantías procesales, víctima de un complot. Y sin embargo, en ese juicio injusto se reveló el amor de Dios por los inocentes condenados.
La lucha contra la injusticia judicial no es ajena al creyente. De hecho, es parte esencial de la vivencia del Evangelio: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5,6). Esta justicia no es solo moral o espiritual, sino también social, estructural, institucional.
¿Y cómo luchar hoy contra un sistema judicial corrupto o falible?
Formando conciencia: El primer paso es no callar ni justificar. La Palabra de Dios no nos deja indiferentes ante la injusticia. Nos forma en la sensibilidad, en la compasión, en el discernimiento. Como dice Isaías: “Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, reprendan al opresor, defiendan al huérfano, aboguen por la viuda” (Isaías 1,17). El creyente debe ser un testigo veraz, un formador de conciencia social.
Acompañando a las víctimas: En muchas ciudades, hay personas que viven condenadas por errores judiciales. ¿Dónde están los cristianos para acompañarlas, visitarlas, darles voz? Jesús nos dijo claramente: “Estuve en la cárcel y me visitasteis” (Mateo 25,36). A veces, una carta, una visita, una palabra de consuelo puede ser el principio de la liberación.
Promoviendo una cultura de verdad: Si el falso testimonio destruye, el testimonio veraz edifica. Debemos ser sembradores de verdad, aún cuando ésta incomode. Jesús dijo: “La verdad os hará libres” (Juan 8,32). No se trata solo de no mentir, sino de vivir comprometidos con la verdad, aunque duela, aunque no convenga.
Comprometiéndose activamente: Algunos cristianos están llamados a involucrarse directamente en la defensa legal de los inocentes: como abogados, jueces, fiscales, defensores. Su presencia puede marcar la diferencia. ¿Qué pasaría si más cristianos comprometidos con el Evangelio se formaran para ser “Danieles” en medio de un sistema que necesita voces valientes?
Orando con fe y clamor: Como Susana, también nosotros debemos levantar la voz a Dios. La oración no es una huida de la realidad, sino una forma de interceder ante el Juez Supremo. En Apocalipsis 6,10 los mártires claman: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre?”. Ese clamor sigue vigente.
IV. Entre la cruz y la resurrección: la esperanza de justicia
Jesús, el Hijo de Dios, fue condenado siendo inocente. Lo acusaron falsamente, lo juzgaron sin justicia, lo torturaron sin piedad. La cruz es el símbolo más alto del fracaso del sistema humano… y a la vez, la semilla de una justicia superior.
Porque la cruz no fue el final. El Padre resucitó al Hijo, mostrando que la última palabra no la tiene el juez corrupto, ni el testigo falso, ni el verdugo. La última palabra es de Dios. Y es justicia, y es vida.
Por eso Pablo dirá con fuerza: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que también intercede por nosotros” (Romanos 8,33-34).
Esta es nuestra esperanza: que un día toda lágrima será enjugada, y que toda injusticia será reparada por el Juez eterno. Mientras tanto, luchamos, gritamos, nos indignamos, oramos. Porque seguir a Cristo es también tomar su cruz: la de los condenados injustamente, la de los Susanas de hoy.
La historia de Susana no puede quedarse como un episodio bonito para la catequesis. Es una denuncia viva y una interpelación profunda. ¿Qué hacemos ante las injusticias del mundo moderno? ¿Nos quedamos en la queja o pasamos a la acción?
Ser cristiano hoy es ser incómodo. Es no tolerar los sistemas judiciales que oprimen al inocente. Es ser Daniel, aún cuando nuestra voz sea solitaria. Es mirar al crucificado y saber que su justicia, tarde o temprano, triunfará.
Que el grito de Susana sea también el nuestro: no un grito de resignación, sino de fe combativa. Porque aunque los jueces fallen, Dios sigue viendo lo escondido. Y actúa. Siempre actúa.




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