EL EVANGELIO EN MOVIMIENTO
- estradasilvaj
- 19 may
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Al día siguiente, salió con Bernabé para Derbe. Así comienza un fragmento del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 14, 20b-28), cargado de acción, fe y un realismo que muchas veces pasamos por alto al leerlo superficialmente. El viaje misionero de Pablo y Bernabé no es una historia para entretener; es un retrato de la vida cristiana en su estado más puro, más arriesgado y más comprometido.
Pablo y Bernabé no estaban de paseo. Estaban en misión, en camino, empujados por una pasión que no se apagaba ni con la persecución ni con la incomprensión. Salieron para Derbe después de haber sufrido en Listra, donde Pablo fue apedreado hasta ser dado por muerto. Sin embargo, el texto nos dice que al día siguiente, con una prontitud y una valentía difíciles de explicar desde una lógica humana, Pablo se levantó y siguió su camino. No había tiempo para lamentarse: el Evangelio urgía.
Este primer detalle nos pone en contacto con una enseñanza poderosa: el Evangelio no es una idea cómoda que se predica desde la seguridad del sillón. Es un fuego que quema y empuja, aun cuando el cuerpo esté herido y el ánimo agotado. Pablo predica en Derbe y gana discípulos, es decir, personas que no sólo escuchan, sino que deciden seguir el mismo camino de entrega y fe.
Después de predicar en Derbe, Pablo y Bernabé no toman el camino fácil para seguir adelante. Hacen algo insólito: regresan a Listra, Iconio y Antioquía. Es decir, vuelven a las ciudades donde ya habían sido rechazados, perseguidos y hasta agredidos. ¿Por qué? Porque allí habían nacido comunidades de fe que necesitaban ser animadas. Porque la misión no era una conquista territorial, sino una siembra de corazones.
Este gesto nos enfrenta a una verdad incómoda: ser cristiano implica volver donde duele, sostener a quienes uno ha visto nacer en la fe, aun cuando el ambiente siga siendo hostil. No se trata de una necedad, sino de una fidelidad. La fe que no se cultiva, se enfría. La comunidad que no se anima, se dispersa.
Pablo y Bernabé exhortan a los discípulos a perseverar. No les prometen milagros ni éxito, sino tribulación. Les dicen con toda claridad: "Hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios". No es una amenaza, sino una revelación. El camino del Reino no es una autopista de privilegios, sino una senda de fidelidad en medio del dolor.
El texto sigue mostrando la estrategia pastoral de Pablo y Bernabé: en cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor. Aquí se revela una espiritualidad profundamente comunitaria y eclesial. No basta con evangelizar, hay que organizar, formar, sostener.
La figura del presbítero, como líder y guía espiritual, nace en este contexto de misión. No es un administrador ni un burócrata de la fe, sino un servidor que vive en medio del pueblo, ora con él y por él, ayuna como signo de comunión con los sufrimientos del cuerpo eclesial y depende de la gracia del Señor.
Encomendar al Señor a los nuevos presbíteros es un gesto de fe y humildad. Pablo y Bernabé reconocen que la Iglesia no es obra de ellos, sino del Señor. Ellos siembran, pero es Dios quien da el crecimiento. Ellos organizan, pero es el Espíritu quien da vida.
El viaje sigue. Atraviesan Pisidia, llegan a Panfilia, predican en Perge, bajan a Atalía. Este ir y venir, aparentemente geográfico, tiene una dimensión espiritual: la Iglesia nace en movimiento. Donde llegan los apóstoles, florece una semilla. La Palabra no se queda estática, no se aposenta en estructuras rígidas. Viaja, se adapta, penetra.
En cada ciudad, el Evangelio deja una marca. Quizás no todos se convierten, pero todos son confrontados por la presencia de una Palabra viva. Esta itinerancia de la fe nos cuestiona como Iglesia de hoy: ¿nos movemos o nos hemos instalado? ¿Anunciamos con libertad o defendemos con rigidez? ¿Somos testigos o meros gestores?
Finalmente, Pablo y Bernabé regresan a Antioquia, la comunidad que los había encomendado a la gracia de Dios. Al llegar, no presumen de sus logros ni cuentan hazañas personales. Reúnen a la Iglesia y dan testimonio de lo que Dios había hecho por medio de ellos. La humildad y la gratitud resplandecen.
Y entonces pronuncian una frase que abre un horizonte nuevo: "Dios había abierto a los gentiles la puerta de la fe". Esta expresión es una joya teológica. El Evangelio ha roto barreras, ha saltado fronteras, ha llegado a quienes estaban lejos. La puerta de la fe está abierta para todos, y esa es la gran revolución cristiana.
Se quedan en Antioquia bastante tiempo con los discípulos. No hay prisa. Es momento de compartir, de descansar, de formar, de fortalecer. La misión no es una carrera; es un camino donde se alternan la siembra y el descanso, la predicación y la contemplación.
Este relato breve, cargado de acción y profundidad, nos deja múltiples enseñanzas:
+ El Evangelio es urgente: No espera a que estemos cómodos o seguros. Llama desde la herida y empuja incluso cuando creemos que ya no podemos más.
+ La fidelidad implica regresar: No se trata solo de predicar, sino de acompañar. Volver a las comunidades, incluso a las conflictivas, es parte del compromiso cristiano.
+ La tribulación no es una excepción: Es parte del camino. No porque Dios lo quiera, sino porque el Reino se edifica en un mundo que muchas veces lo rechaza. La cruz no es un adorno, es una señal.
+ La comunidad necesita estructura: La fe no sobrevive sola. Necesita pastores, oración, ayuno, encomienda. La Iglesia no es una emoción momentánea, es una realidad viva que se edifica con disciplina espiritual.
+ Dios actúa a través de sus servidores: La misión no es protagonismo. Es mediación. Lo importante no es lo que logramos, sino lo que Dios hace por medio de nosotros.
+ La puerta de la fe está abierta a todos: Esta es una verdad incómoda para quienes se creen guardianes exclusivos de la salvación. Pero es una esperanza inmensa para los que se sienten indignos o lejanos.
+ El descanso también es misión: La vida cristiana no es activismo frenético. También hay que quedarse, compartir, formar, escuchar, convivir. La permanencia tiene un valor pastoral.
En un mundo que busca resultados rápidos y confort, este relato nos reubica: la fe verdadera nace en el riesgo, se sostiene en la tribulación, se alimenta de la comunidad, y se regala con humildad. Pablo y Bernabé no eran héroes inalcanzables; eran creyentes apasionados, heridos y llenos de Espíritu, que nos recuerdan que el Reino de Dios se abre camino entre las grietas del dolor, siempre que alguien se anime a caminar, a predicar y a volver.
Así también nosotros, en este siglo XXI lleno de ruido y superficialidad, somos llamados a salir, a hablar, a sostener y a confiar. Porque el Dios que abrió la puerta de la fe a los gentiles, sigue hoy tocando corazones, esperando servidores que, como Pablo y Bernabé, digan sí al Evangelio con todas sus consecuencias.




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