EL DON QUE TRANSFORMA
- estradasilvaj
- 29 abr
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"Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pero Pedro le dijo:
‘No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda’" (Hechos 3,4-6).
La escena es conmovedora y poderosa: un hombre tullido desde nacimiento se encuentra en la puerta del templo llamada "la Hermosa", acostumbrado a extender su mano en busca de monedas. Pero ese día, algo diferente ocurre. No recibe limosna, sino una mirada profunda, una palabra que transforma, y un milagro que cambia su historia para siempre.
Pedro y Juan, dos apóstoles aún frescos de la resurrección y Pentecostés, no tienen riqueza material que ofrecer. Sin embargo, poseen algo infinitamente más valioso: la presencia viva y poderosa de Jesús en sus vidas. Y eso es lo que ofrecen.
Este pasaje no es sólo un milagro del pasado. Es una enseñanza viva para nosotros hoy. En un mundo donde tantos extienden la mano esperando algo —comprensión, justicia, ayuda, dignidad— ¿qué tenemos nosotros para ofrecerles?
El hombre lisiado no tenía grandes expectativas. Sabía que no podía caminar. Su vida estaba reducida a depender de la generosidad ajena. Pero ese día levantó la mirada. Clavó los ojos en los apóstoles, esperando que le dieran algo.
Esa mirada representa a tantos hoy:
-El migrante que huye de la violencia y sólo quiere sobrevivir.
-El anciano que vive en soledad, esperando que alguien lo mire.
-La madre soltera que lucha por alimentar a sus hijos.
-El joven perdido en adicciones, desesperado por sentido.
-El enfermo que espera más que medicina: espera humanidad.
Todos ellos clavan los ojos en nosotros, esperando algo. ¿Y nosotros? ¿Qué les damos? ¿Una moneda simbólica? ¿Un “Dios te bendiga” automático? ¿O damos, como Pedro, lo que verdaderamente tenemos?
Pedro no dijo: “Lo siento, no tengo nada que darte”. Tampoco dijo: “Ve a trabajar, no es mi problema”. Él sabía que tenía algo. Algo inmenso. Tenía a Cristo resucitado en él.
Dar lo que se tiene implica saber qué se posee. Y aquí está la gran pregunta:
¿Tienes a Cristo? ¿Vive Él en ti al punto de que puedas ofrecerlo con autoridad?
Pedro no ofreció una teoría, sino una persona viva. Su fe no era un sistema de ideas, sino una relación ardiente. Él había visto a Cristo resucitado, había recibido el Espíritu Santo, y ahora, en su nombre, actuaba.
Este es el núcleo del cristianismo: dar a Cristo. No solo hablar de Él, sino ofrecerlo como una presencia viva que sana, libera y levanta.
"Les anunció que Jesucristo es el Mesías. Muchos de los que escucharon el mensaje creyeron, y el número de hombres llegó a ser como cinco mil" (Hechos 4,2-4).
El apóstol no usó sus propias fuerzas. Lo hizo “en el nombre de Jesucristo Nazareno”. Esta expresión bíblica no es una fórmula mágica. Es el reconocimiento de que todo poder y toda acción eficaz procede de Cristo.
El nombre de Jesús es su identidad, su misión, su victoria sobre la muerte. Usarlo implica estar en comunión con Él, vivir de su Espíritu, y actuar conforme a su voluntad.
"Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá" (Juan 15,16).
Actuar en nombre de Jesús es anunciar su Reino con nuestras palabras, pero también con nuestras decisiones, nuestras relaciones, y nuestro modo de vivir. En su nombre, los primeros cristianos transformaron el mundo. Hoy, en su nombre, estamos llamados a hacer lo mismo.
El milagro no fue simplemente físico. Fue integral. El hombre pasó de estar postrado a entrar al templo “saltando y alabando a Dios” (Hechos 3,8). La sanación lo condujo al culto, a la comunión, a la alegría.
Esto revela la lógica de Dios: levantar a la persona, no solo aliviar su necesidad. Jesús no vino a distribuir muletas, sino a hacer caminar a los paralizados del cuerpo y del alma.
"Él sana a los de corazón quebrantado y venda sus heridas" (Salmo 147,3).
Nuestra misión cristiana no es crear dependencias, sino generar encuentros con Cristo que transformen vidas. Dar limosna puede calmar la conciencia, pero dar a Cristo genera una nueva vida.
Cada creyente es un continuador de los apóstoles. No estamos llamados a ser espectadores de los milagros del pasado, sino protagonistas de los milagros del presente.
La Iglesia sigue siendo el Cuerpo de Cristo, y cada uno de nosotros es un miembro activo. Si Pedro y Juan ofrecieron a Jesús al necesitado, tú y yo también estamos llamados a hacerlo.
Pero esto exige valentía. En un mundo que muchas veces desprecia lo espiritual, hablar de Jesús puede parecer una locura. Sin embargo, es precisamente la locura de la cruz la que salva (cf. 1 Corintios 1,18).
"No me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación de todo el que cree" (Romanos 1,16).
Pedro no tenía oro ni plata, pero era rico en fe, en esperanza y en caridad. A veces, en nuestra obsesión por solucionar todo con recursos materiales, olvidamos el poder de lo espiritual. No se trata de despreciar lo material, sino de saber que no es lo único ni lo más importante.
Hay riquezas que esclavizan: el dinero, el poder, la fama. Pero hay pobrezas que liberan: la de quien se vacía de sí para llenarse de Dios.
"Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mateo 5,3).
Pedro no tenía monedas, pero tenía el cielo en el corazón. Su pobreza fue su mayor riqueza.
Volvamos a la escena: Pedro y Juan se detienen. Miran. Hablan. Toman de la mano. Levantan.
Este es el modelo de Iglesia que el mundo necesita:
-Una Iglesia que se detiene frente al dolor del mundo, que no pasa de largo.
-Una Iglesia que mira a los ojos, que reconoce la dignidad de cada persona.
-Una Iglesia que habla con autoridad, sin miedo ni ambigüedad.
-Una Iglesia que extiende la mano, que no se encierra en sus templos.
-Una Iglesia que levanta, que cura, que acompaña, que transforma.
"La fe sin obras está muerta" (Santiago 2,26). Y una Iglesia sin acción es un museo, no una comunidad viva.
Hoy hay mucha tentación de actuar como si todo dependiera de nosotros. Pero Pedro no sanó al hombre en su nombre. No se llevó el crédito. Todo lo atribuyó a Jesús.
"No fue por nuestro propio poder o virtud que hicimos caminar a este hombre… fue por la fe en su nombre, que este hombre ha sido sanado" (Hechos 3,12.16).
Somos testigos, no estrellas. La obra es de Dios, no nuestra. Nosotros somos instrumentos. Como el pincel no se atribuye el mérito de la pintura, así tampoco el cristiano debe buscar su gloria, sino la de Cristo.
Muchos de nosotros no tenemos “oro ni plata”. Pero si hemos conocido a Cristo, si su Palabra nos ha tocado, si su Espíritu vive en nosotros, entonces tenemos todo lo necesario para levantar al caído.
No se trata de grandes discursos. Se trata de mirar con amor, de hablar con verdad, de actuar con compasión.
El mundo está lleno de “lisiados” a la puerta de templos, esperando algo. Que no se vayan con las manos vacías.
+Revisa tus riquezas espirituales: ¿Qué dones has recibido? ¿Qué experiencias con Dios podrías compartir con otros? Anótalas. Ora con ellas.
+Hazte consciente del prójimo “lisiado”: Identifica en tu entorno personas que estén “postradas” por el dolor, la pobreza, el pecado o la soledad. Piensa cómo puedes ayudarlas a “levantarse”.
+Habla del nombre de Jesús sin miedo: En conversaciones diarias, en tus redes sociales, en tu familia. Nómbralo con fe. No lo ocultes.
+Extiende tu mano con misericordia: Acompaña a alguien que necesita más que consejos. Brinda tu tiempo, tu oído, tu oración, tu ayuda concreta.
+Evita la limosna cómoda: No te conformes con ayudar desde lejos. Involúcrate. Ofrece algo que te cueste: tu tiempo, tu presencia, tu testimonio.
+Vive como Iglesia que mira y actúa: Participa activamente en tu comunidad parroquial, en la pastoral social, en movimientos que busquen el bien de los más frágiles.
+Pide a Dios el poder de levantar a otros: Ora cada mañana diciendo:
“Señor, dame ojos para ver, manos para servir, y palabras para sanar. Hazme instrumento de tu presencia”.
Pedro no dio oro. Dio a Cristo. Y eso bastó para que un hombre volviera a caminar.
Hoy, tú y yo tenemos ese mismo Cristo.
¿Lo estamos dando? ¿O lo tenemos guardado, escondido, silencioso?
Que esta Palabra nos despierte, nos incomode, y sobre todo, nos ponga de pie para levantar a otros.
Porque al final, dar a Cristo es la forma más profunda de amar.




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