top of page

EL CRIMEN INESPERADO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 6 may
  • 4 Min. de lectura

Nada puede prepararnos para el dolor de perder a un ser querido, y mucho menos cuando esa pérdida es súbita, violenta y deja a un niño huérfano. Cuando un padre o una madre muere asesinado, no solo se apaga una vida: se desmorona el mundo entero de quien más los necesitaba. Los niños que atraviesan esta experiencia no solo pierden a alguien que aman, sino también una parte de su identidad, de su seguridad, de su infancia.

El dolor emocional profundo se traduce muchas veces en dolor físico. Cuando un niño sufre una pérdida traumática, su cuerpo reacciona con una tormenta de hormonas del estrés, especialmente cortisol. Este exceso, mantenido en el tiempo, puede alterar el funcionamiento del cerebro, del corazón, del sistema digestivo, del sueño y del crecimiento.

Estudios médicos han mostrado que el trauma prolongado en la infancia no solo afecta el presente, sino que deja huellas en el cuerpo durante años. Algunos niños desarrollan problemas para dormir, pierden el apetito o sufren dolores físicos sin causa aparente. Otros experimentan enfermedades más serias con el paso del tiempo: problemas cardíacos, metabólicos, inmunológicos. Como dice un conocido refrán médico: el cuerpo grita lo que la boca no puede decir.

Perder a un padre es siempre devastador. Pero cuando esa pérdida es producto de la violencia —asesinato, femicidio, crimen organizado— el duelo se convierte en un campo minado emocional. No hay palabras para explicar lo inexplicable. La rabia, el miedo, la culpa, la confusión... todo se mezcla y, muchas veces, se esconde detrás del silencio.

Los niños pequeños pueden retroceder en su desarrollo: vuelven a mojar la cama, tienen terrores nocturnos o temen quedarse solos. Los escolares pueden volverse retraídos, distraídos, ansiosos. Y los adolescentes, que ya cargan con sus propias tormentas hormonales, pueden caer en conductas de riesgo, ira descontrolada o incluso ideación suicida.

Muchos desarrollan lo que se conoce como Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), una herida psicológica profunda que se activa con recuerdos, sonidos, fechas o simplemente al pensar en lo ocurrido. Reviven la escena una y otra vez, aunque no la hayan presenciado. Evitan hablar del tema. Desconfían de todo. Y, a veces, sienten que el mundo ya no tiene sentido.

Perder a un padre o madre trastoca toda la estructura familiar. Quien queda a cargo —si es que queda alguien— también está devastado. Muchas veces, no tiene la fuerza emocional ni los recursos materiales para sostener a los niños. Otras veces, los hermanos son separados, llevados a casas de familiares o incluso ingresan en instituciones.

En familias donde el padre o madre asesinado era el sostén económico, comienza otra tragedia: la de la pobreza repentina, los desalojos, los cambios de escuela, la migración forzada. El niño no solo pierde a su ser amado, sino que todo lo que conocía y le daba estabilidad desaparece. El hogar ya no es hogar. El futuro ya no es claro.

Y si el asesino era alguien cercano —un familiar, el otro progenitor, un vecino—, el dolor se mezcla con el horror. ¿A quién amar ahora? ¿En quién confiar? La herida identitaria se profundiza.

La sociedad no siempre sabe cómo mirar el dolor ajeno. Peor aún: muchas veces lo juzga, lo etiqueta, lo reduce a un titular de prensa. “El hijo del narco”. “La niña de la asesinada”. “El chico que vio morir a su mamá”.

Los niños no solo cargan con la pena, sino con los ojos de los demás. La vergüenza, el silencio forzado, la incomodidad ajena los empujan a encerrarse. A veces, a mentir. A veces, a pelear. En lugar de encontrar consuelo, se sienten marcados. Como si fueran culpables de una historia que jamás eligieron vivir.

Este estigma puede afectar su autoestima, sus relaciones, su acceso a oportunidades educativas o terapéuticas. Y, en muchos casos, les impide hablar de lo sucedido, lo cual es clave para sanar.

La escuela debería ser un refugio. Pero, para muchos de estos niños, se convierte en otro espacio de incomprensión. Pocos maestros están capacitados para acompañar a un niño en duelo traumático. El bajo rendimiento, la desconcentración o las conductas agresivas suelen malinterpretarse como “problemas de conducta” en lugar de señales de un alma herida.

A esto se suman las burlas de otros niños, la falta de empatía, la presión académica. Muchos abandonan. Otros, simplemente, sobreviven en el aula, como si estuvieran en automático. El aprendizaje se detiene cuando el corazón está roto.

A pesar de todo este panorama tan doloroso, la infancia tiene una fuerza misteriosa. Los niños pueden sanar, reconstruirse, incluso encontrar sentido en medio del caos... si no están solos. La clave está en el acompañamiento, en el amor persistente, en la intervención profesional oportuna.

A continuación, comparto algunas recomendaciones prácticas para quienes rodean a un niño en esta situación:

1. Desde el entorno familiar.

-No ocultar lo sucedido, aunque se adapte el lenguaje a la edad del niño. El silencio puede ser más dañino que la verdad.

-Permitir que el niño exprese lo que siente, sin forzarlo ni corregirlo. Llorar, gritar, dibujar, callar… todo es válido.

-Evitar comentarios como “sé fuerte” o “ya pasará”. Validar su dolor es más importante que apresurarlo.

-Cuidar al cuidador: el adulto a cargo también necesita apoyo terapéutico.

2. Desde la escuela.

-Capacitar a docentes en duelo infantil y trauma. Un maestro empático puede ser un puente hacia la recuperación.

-Evitar la exposición innecesaria del niño. No hablar de su historia sin su consentimiento.

-Brindar flexibilidad académica en tiempos de duelo: menos tareas, más contención.

3. Desde lo institucional y social.

-Garantizar acceso a terapia psicológica especializada, gratuita o de bajo costo.

-Facilitar redes de apoyo económico, legal y comunitario para la familia afectada.

-Evitar el estigma en los medios de comunicación: proteger la identidad del niño es fundamental.

4. Desde la mirada terapéutica

-Usar enfoques centrados en el trauma, como la Terapia Cognitivo-Conductual o EMDR.

-Permitir espacios simbólicos de despedida (escribir cartas, rituales, álbumes).

-Fomentar la construcción de nuevas figuras de apego seguras en el entorno del niño.

El asesinato o la muerte traumática de un padre o madre deja una cicatriz invisible, pero profunda, en el corazón de un niño. No es una herida que se cure con el tiempo por sí sola. Requiere presencia, amor, acompañamiento profesional y, sobre todo, justicia: no solo legal, sino emocional.

Como sociedad, tenemos una deuda con estos niños. No basta con sentir lástima. Necesitan espacios donde puedan volver a confiar, volver a jugar, volver a imaginar un futuro.

Porque cuando un niño pierde a un padre, no solo necesita consuelo: necesita que alguien le devuelva la esperanza.

ree

 
 
 

Comentarios


Publicar: Blog2_Post

Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

50557600273

  • Facebook
  • Twitter
  • LinkedIn

©2021 por Brother George. Creada con Wix.com

bottom of page