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EL CORAZON UNIVERAL DEL EVANGELIO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

El día más grandioso para la humanidad: la RESURRECION DE JESUCRISTO, inicia con las palabras del apóstol Pedro, narrada en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

"Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: “Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas... Ustedes conocen lo que sucedió en toda Judea...”

(Hechos 10, 34a. 37-43)

La escena de Hechos 10 es uno de los momentos más revolucionarios del cristianismo de principios de la era. No tiene luces de espectáculo, no es una epifanía grandiosa en el monte, ni una voz del cielo que paraliza multitudes. Es Pedro hablando en casa de un pagano, Cornelio, un centurión romano. Pero el contenido de lo que Pedro dice es tan potente que cambia para siempre la dinámica del mensaje cristiano: el Evangelio no es propiedad privada de una etnia, ni de un grupo religioso, sino un don abierto a toda la humanidad.

Las palabras de Pedro nos recuerdan que la resurrección de Jesús no es solo un hecho ocurrido “entonces”, sino una realidad viva “ahora” que impulsa a la misión, a la inclusión, y a la transformación del corazón humano. A través de este pasaje, la Iglesia primitiva cruza el umbral de la exclusividad y entra en la dinámica de la gracia universal.

Cornelio no era un judío, ni un prosélito formal, pero era temeroso de Dios, oraba constantemente y practicaba la caridad (cf. Hech 10, 2). En términos modernos, podríamos decir que era “espiritualmente inquieto”, alguien que, sin conocer aún a Cristo, caminaba con el corazón abierto a la verdad.

Pedro, por su parte, era todavía prisionero de ciertas estructuras mentales. Aunque había vivido con Jesús, aún no entendía del todo la dimensión universal del mensaje evangélico. Es sólo después de una visión (Hech 10, 9-16), en la que Dios le muestra animales considerados impuros y le dice “lo que Dios ha purificado, tú no lo consideres profano”, que Pedro comienza a abrirse a la idea de que el Evangelio es para todos.

Cuando Pedro llega a casa de Cornelio y escucha cómo también este ha recibido una visión, se da cuenta de que el Espíritu Santo ya está actuando fuera de los límites conocidos. El discurso que pronuncia, y que recoge Hechos 10, 34a. 37-43, no es solo una predicación, es una confesión de humildad: “Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas”.

Esta frase es una bomba de amor arrojada sobre los muros de la exclusión.

Pedro sigue su discurso recordando los hechos fundamentales de la vida de Jesús:

“Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y este pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo...” (Hech 10, 38)

Aquí encontramos la cristología kerygmática de los Hechos: el anuncio sencillo, directo y profundo del misterio de Cristo. Pedro no entra en largas disquisiciones teológicas. No habla aún del Logos eterno ni del Verbo preexistente, como lo hará Juan. Pero sí presenta lo esencial:

Jesús fue ungido: es decir, es el Cristo, el Mesías esperado.

Actuó en favor de los oprimidos: su vida fue una manifestación de la misericordia divina.

Fue crucificado, pero resucitó: el culmen de su misión fue la entrega y la victoria sobre la muerte.

Este núcleo, llamado en la tradición cristiana el kerygma, es el centro del primer anuncio: Cristo ha muerto, ha resucitado, y vive. Es el punto de partida de toda fe auténtica. Todo lo demás —sacramentos, moral, estructuras— brota de esta fuente.

“Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo... lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió manifestarse...” (Hech 10, 39-40)

En un giro irónico del destino, el instrumento de muerte (el madero, símbolo de maldición en Dt 21,23) se convierte en el trono de la vida. Pedro no puede sino proclamar lo que ha visto, oído y tocado: el Crucificado vive. Y porque vive, el Evangelio no puede callarse.

Pedro dice que Jesús:

“nos encargó predicar al pueblo y dar testimonio...” (Hech 10, 42)

El anuncio del Evangelio no es una propaganda, ni una ideología a imponer. Es un testimonio, es decir, algo que nace del encuentro personal con el Resucitado. No se trata de convencer con argumentos, sino de irradiar con la vida.

Aquí resuena la famosa frase de San Pablo VI:

“El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros; y si escucha a los maestros es porque son testigos” (Evangelii nuntiandi, 41).

Pedro, el pescador temeroso que negó a Jesús, es ahora el testigo valiente que proclama en tierra extranjera que Cristo es el Señor de vivos y muertos. Este paso solo es posible por el poder del Espíritu Santo, que lo transforma desde dentro.

El final del discurso de Pedro es explosivo:

“Todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados” (Hech 10, 43).

No dice: “todos los que se circuncidan”, ni “todos los que cumplen la Ley”, sino: todos los que creen en Él. Aquí está el corazón del Evangelio: el acceso a Dios no es por mérito, ni por herencia, ni por estatus, sino por fe en Jesucristo.

Este anuncio fue revolucionario entonces, y sigue siéndolo hoy. En un mundo que divide, etiqueta y clasifica, el Evangelio es una invitación a una pertenencia radicalmente inclusiva: la fe que une a toda la humanidad en una misma esperanza.

¿Cuál es mensaje para nosotros hoy en día?

a) Dios no discrimina: ¿lo hacemos nosotros?

La frase “Dios no hace acepción de personas” debe resonar en nuestros oídos como un desafío continuo. ¿Qué barreras hemos levantado en nuestras comunidades? ¿A quiénes excluimos en nombre de la “pureza doctrinal” o del “orden moral”? ¿A quién no le predicamos porque ya lo damos por perdido?

“No hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28).

La fe no puede ser un club privado. Si el Espíritu Santo descendió sobre Cornelio antes del bautismo (Hech 10, 44-48), ¿quiénes somos nosotros para poner condiciones a la gracia?

b) El testimonio transforma más que el discurso.

Pedro no predicó una teoría. Dio testimonio de lo que había vivido. Así también nosotros: nuestra coherencia, nuestra caridad, nuestra capacidad de escuchar y perdonar predican más que mil palabras.

“Sean siempre prontos a dar razón de su esperanza, pero con mansedumbre y respeto” (1 Pe 3,15-16).

La mansedumbre es la nueva apologética. No se trata de ganar discusiones, sino de conquistar corazones.

c) El perdón es el corazón del Evangelio.

Pedro concluye con el anuncio del perdón. No hay cristianismo sin perdón. Y no hay paz duradera sin reconciliación. El mundo tiene sed de justicia, pero aún más de misericordia.

“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20).

¿Anunciamos esto con pasión? ¿O predicamos un cristianismo de moralismo asfixiante? El Evangelio de Jesús no es una lista de requisitos, sino una puerta abierta por amor.

6. Hacia una Iglesia “corneliana”.

La casa de Cornelio representa el mundo: lleno de preguntas, sediento de verdad, pero también confundido por tantos falsos dioses. La Iglesia está llamada a entrar con humildad, como Pedro, y descubrir que el Espíritu ya está allí.

“No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5,19).

Una Iglesia “corneliana” no espera que la gente llegue; sale al encuentro, rompe moldes, escucha las historias, y anuncia a Jesús como respuesta viva. No impone, propone. No condena, acompaña. No se protege, se ofrece.

Hechos 10 no es solo una historia antigua. Es una hoja de ruta para la Iglesia del siglo XXI. En un mundo fragmentado por identidades cerradas, el Evangelio nos recuerda que Dios mira el corazón (cf. 1 Sam 16,7) y que todos, absolutamente todos, son invitados a la mesa.

Pedro, el testigo que tropezó mil veces, fue el elegido para abrir esta puerta. Y nosotros, herederos de esa misión, estamos llamados a continuarla, sabiendo que la gracia precede, acompaña y sorprende.

“Ve, porque yo ya he enviado mi Espíritu antes que tú llegues” — podríamos imaginar que Dios le susurró eso a Pedro antes de entrar a casa de Cornelio.

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