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EL CLAMOR DEL INOCENTE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 4 Min. de lectura

Yo, como manso cordero, era llevado al matadero; desconocía los planes que estaban urdiendo contra mí: ‘Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que jamás se pronuncie su nombre’”. (Jeremías 11,19)

Hay textos que no se leen, se atraviesan. Este versículo es una herida abierta en el costado de la historia sagrada. Jeremías, el profeta de las lágrimas, se asoma al abismo del sufrimiento humano con una imagen de desarme: la mansedumbre llevada al sacrificio, la inocencia conducida al matadero sin conocer el veredicto que se teje a sus espaldas. En ese lamento se condensa una verdad profunda sobre la condición del justo: vivir en fidelidad lo convierte en amenaza para quienes habitan la mentira.

El justo no busca conflicto, pero su sola existencia es una acusación. La rectitud no necesita predicar, basta con existir para denunciar la corrupción. Por eso se urde contra él un complot silencioso, una conjura de sombras que no soporta la claridad que el justo irradia. "Talemos el árbol en su lozanía", dicen, como si el florecimiento del bien fuese una provocación intolerable. No basta con esperar su caída natural: hay urgencia en arrancarlo, en borrarlo, en hacerlo desaparecer antes de que su savia fecunde el bosque.

Este dolor de Jeremías no es exclusivo. Resuena como eco profético en la historia de Jesús, el Cordero sin mancha. Él no desconocía los planes urdidos contra su vida, y sin embargo, los asumió. Isaías lo había anticipado: "Como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció y no abrió la boca" (Isaías 53,7). Jesús no fue arrastrado al sacrificio: caminó hacia él. Con los ojos abiertos y el corazón firme, abrazó el madero que lo conduciría a redimir al mundo.

La mansedumbre, en este contexto, es una paradoja sublime. No es cobardía ni resignación: es valentía sin violencia, fortaleza sin estruendo. Es la fuerza que brota de un alma en paz con la verdad. Ser manso como cordero en un mundo de lobos es un acto de rebeldía divina. Es confiar en que la victoria no viene de la espada, sino de la fidelidad que resiste hasta la cruz.

Pero, ¿dónde está Dios cuando el justo es traicionado? ¿Dónde cuando el árbol floreciente es talado en su esplendor? El silencio de Dios en estos momentos es quizás lo más escandaloso para el creyente. Jeremías no escucha una voz que lo defienda. Jesús clama desde el Gólgota: "¿Por qué me has abandonado?" (Mateo 27,46). Y sin embargo, en ese aparente abandono se está gestando el designio más alto. El grano de trigo cae, sí, pero para dar fruto abundante (cf. Juan 12,24). La poda que parecía aniquilar, en realidad prepara la cosecha.

"Arranquémoslo de la tierra de los vivos"... ¿Qué clase de odio desea no solo la muerte física, sino el borrado de la memoria? El pecado no se conforma con eliminar al justo: desea que nunca haya existido. "Que jamás se pronuncie su nombre". Es la pretensión demoníaca de borrar la huella del bien. Pero ahí radica otra ironía del Reino: mientras más se intenta silenciar al justo, más fuerte resuena su testimonio. Los mártires no mueren en el olvido. Su sangre no se evapora: se siembra. Tertuliano lo expresó con lucidez: "La sangre de los mártires es semilla de cristianos".

Esta lógica de Dios trastoca todos los esquemas humanos. El árbol que se arranca en su lozanía no es destruido: se convierte en bosque en los corazones que lo recuerdan. El cordero llevado al matadero no es silenciado: se convierte en Palabra eterna. Lo que el mundo desprecia, Dios lo exalta. Lo que se entierra, florece. Lo que se calla, canta.

Por eso esta palabra de Jeremías no es solo lamento: es promesa. Promesa para quienes sufren por ser fieles. Para quienes han sido traicionados por hablar con rectitud. Para quienes sienten que el mundo urde planes a sus espaldas. No están solos. El mismo Dios que acompañó a Jeremías, que sostuvo a su Hijo en la cruz, sostiene hoy a todo justo perseguido.

La vida humana encuentra en este pasaje una enseñanza vital: vivir con autenticidad implica riesgos, pero también abre las puertas del Reino. La mansedumbre no es debilidad: es el escudo del fuerte. El sufrimiento no es derrota: es altar de fecundidad. Y la fidelidad, incluso en la oscuridad más densa, es una luz que no se apaga.

Tal vez hoy te sientes talado. Arrancado. Silenciado. Tal vez has sido víctima de planes ocultos, de voces que intentan borrar tu nombre. No temas. Tu raíz está en lo profundo de Dios. Y desde allí, aunque parezcas seco, florecerás. Porque el árbol plantado junto a las aguas no teme el calor, y su hoja nunca se marchita (cf. Jeremías 17,8).

El nombre del justo no desaparece. Resuena en la eternidad. Como perfume derramado. Como fuego que no se extingue. Como semilla que, aunque muera, resucita. El mundo podrá urdir, cortar, arrancar. Pero Dios recuerda, recoge, redime.

Que estas palabras no sean solo una reflexión, sino una convocatoria. A ser justos aunque duela. A ser mansos aunque cueste. A ser árboles en flor, sabiendo que, incluso talados, podemos dar sombra. Porque Dios, el gran jardinero, no olvida sus sembrados. Y la tierra de los vivos es más ancha que la tumba.

Tu nombre está escrito en la palma de Su mano. Y allí nadie puede borrarlo.

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