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EL CAMINO DEL MISIONERO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 18 may
  • 6 Min. de lectura

“En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios.”

(Hechos 14, 21-22)

Pablo y Bernabé, después de haber predicado en múltiples ciudades, no eligen el camino fácil ni la ruta más segura. Vuelven —atención— a Listra, Iconio y Antioquía: lugares donde previamente habían sido rechazados, perseguidos, e incluso apedreados (cf. Hch 14,5.19). Esta decisión, a primera vista imprudente, revela el corazón ardiente del misionero y la lógica paradójica del Evangelio: donde hubo dolor, debe haber también esperanza; donde hubo persecución, debe quedar el testimonio del amor perseverante.

Este acto de regresar a tierras hostiles es también un gesto profético. Nos dice que la fidelidad a la misión no está sujeta a la comodidad o al éxito, sino a la conciencia de haber sido enviados. Es un recordatorio viviente de que el seguimiento de Cristo no es una empresa de marketing espiritual, sino una entrega sin condiciones.

Pablo y Bernabé no solo regresan. Al hacerlo, “animan a los discípulos” y “los exhortan a perseverar en la fe”. La comunidad que nació entre dificultades necesita fortaleza, consuelo, firmeza. La palabra griega usada aquí, parakaléo, tiene una densidad semántica rica: consolar, animar, exhortar, fortalecer, incluso interceder. No se trata de un discurso vacío, sino de una presencia transformadora.

Este detalle no debe pasarse por alto: la fe, para sobrevivir, necesita ser cuidada. No basta con sembrar el Evangelio; hay que regarlo, acompañarlo, protegerlo de las tormentas del tiempo y las zarzas de la adversidad. Lo que Pablo y Bernabé hacen es pastoral en su estado más puro: no abandonan a las ovejas, aunque el terreno esté plagado de lobos.

Y aquí llega la gran frase, tan incómoda como luminosa: “es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”.

Es necesario. No opcional. No circunstancial. No es un “puede que”. Es un “hay que”.

¿Quién predica esto hoy? ¿Quién se atreve a proponer que la tribulación no solo es parte del camino, sino una condición del Reino? No porque Dios lo desee así, sino porque el Reino —como realidad de justicia, amor y verdad— es resistido por los poderes que gobiernan con mentira, odio y dominación.

Esta afirmación golpea de lleno en la teología del bienestar, en la espiritualidad “light”, y en las promesas fáciles de un cristianismo sin cruz. Pero es coherente con toda la Escritura:

Jesús no prometió éxito, sino persecución: “Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Jn 15,20).

Pablo mismo escribiría: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución” (2 Tim 3,12).

Y en el Apocalipsis se nos dice: “Estos son los que vienen de la gran tribulación” (Ap 7,14).

No es masoquismo espiritual. Es realismo cristiano.

Pero entonces, ¿qué papel juegan estas tribulaciones en el proceso de entrar al Reino?

El Reino de Dios no es un destino geográfico, sino una realidad espiritual que comienza aquí y ahora. Es una transformación del corazón y del mundo conforme al designio del Padre. Y esa transformación implica lucha: contra el ego, contra la injusticia, contra las estructuras de pecado.

Las tribulaciones, entonces, no son accidentes del camino, sino parte de la forja del alma. Son momentos de prueba, de purificación, de madurez. Como el oro en el crisol, la fe se fortalece cuando es desafiada.

Como escribe Pedro:

“Aunque ahora sea preciso sufrir un poco, si así conviene, en diversas pruebas, para que la autenticidad de su fe —más preciosa que el oro— sea hallada digna de alabanza” (1 Pe 1,6-7).

Las tribulaciones no son el fin. Son el umbral. No nos definen por el dolor que traen, sino por la esperanza que despiertan.

Vivimos en una cultura que rehúye el sufrimiento, lo considera escándalo, y busca anestesiarlo a cualquier precio. El dolor, se nos dice, es inútil. Pero el Evangelio tiene otra perspectiva: el dolor asumido con fe puede redimir, puede engendrar vida, puede llevar al Reino.

En un tiempo donde muchos abandonan la fe cuando llegan las dificultades —cuando la Iglesia es criticada, cuando la vida no sale como esperaban, cuando la cruz aparece— este pasaje tiene la fuerza de un faro. Nos recuerda que la fe no es para los momentos fáciles, sino para los días oscuros.

Y lo dice Pablo, quien no hablaba desde la teoría. En la misma Listra había sido apedreado hasta dejarlo por muerto. Y, sin embargo, vuelve. No hay testimonio más fuerte que el del que sufre y sigue amando, sigue creyendo, sigue proclamando.

Pablo y Bernabé “exhortaban a perseverar en la fe”. Qué verbo tan clave: perseverar. En griego, emménein: mantenerse firme, permanecer en, no rendirse. No se trata de una emoción, sino de una decisión sostenida. No se trata de heroicismo, sino de fidelidad cotidiana.

Perseverar es la virtud de los que aman más allá de las estaciones. Es la fuerza tranquila de quienes han comprendido que la verdad no se abandona cuando duelen los pies, y la luz no se niega solo porque oscurece el cielo.

Como dijo Santa Teresa de Jesús: “La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios basta”.

A lo largo de la historia, los cristianos han demostrado esta verdad con su sangre y su esperanza:

Los mártires de los primeros siglos, que murieron en los coliseos pero entraron al Reino con cantos.

Las madres cristianas de países perseguidos que enseñan a sus hijos a rezar en secreto, sabiendo que un día tal vez sean interrogados por su fe.

Los misioneros que han sido expulsados, golpeados o ignorados, pero que sembraron en lágrimas para que otros cosechen en gozo (cf. Sal 126,6).

Los creyentes actuales que, en medio de enfermedades, soledad o crisis familiares, siguen confiando, orando, sirviendo.

Todos ellos encarnan esa frase poderosa: “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. No como una condena, sino como una promesa en construcción.

Una última clave del pasaje es comunitaria: Pablo y Bernabé van juntos. Acompañan a comunidades. Se apoyan mutuamente. La fe, aunque personal, no es solitaria. Necesitamos animarnos unos a otros. Ser presencia para los que vacilan. Ser bálsamo para los heridos. Ser faro para los extraviados.

Jesús prometió que estaría con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Pero esa presencia muchas veces llega a través de los hermanos. Por eso la comunidad cristiana es esencial: no como club de perfectos, sino como hospital de esperanza.

¿Qué nos enseñan esta actitud de estos misioneros?

1. La fidelidad se demuestra en el retorno a lo difícil.

Pablo y Bernabé no huyen del peligro. Vuelven donde hay heridas. Nos enseñan que hay que volver al lugar del dolor con una nueva esperanza. ¿Qué heridas debes visitar con fe?

2. La fe necesita ser animada y cuidada.

No basta con haber creído una vez. La fe es dinámica. Requiere alimento, acompañamiento, oración, comunidad. No abandones tu alma a la intemperie.

3. Las tribulaciones no son castigo, sino parte del camino.

La cruz no es negación del Reino, sino su puerta. Lo que hoy te duele, mañana puede fortalecerte. Abandónate en Dios.

4. El Reino es un don, pero también una conquista.

Se entra con los pies llenos de polvo, con las rodillas marcadas por la oración, con el corazón probado. No temas la lucha: estás más cerca del Reino cuando todo tiembla.

5. La perseverancia es un acto de amor sostenido.

Seguir a Cristo cuando todo va bien es fácil. Seguir cuando todo va mal es fidelidad. Y esa fidelidad tiene rostro de eternidad.

6. Nadie llega solo al Reino.

Busca comunidad. Acompaña a otros. Deja que te acompañen. El cristianismo es sinfonía, no solo de solistas.

El mensaje de Hechos 14,21-22 no es una advertencia siniestra. Es una llamada a la madurez espiritual. No todos los caminos conducen al Reino. El que lleva a la vida eterna pasa, inevitablemente, por la cruz, por el silencio, por la contradicción. Pero vale la pena.

Porque el Reino es plenitud, justicia, amor incorruptible. Porque allí no habrá más llanto ni muerte (cf. Ap 21,4). Porque las heridas serán glorificadas. Porque allí —y solo allí— seremos plenamente nosotros mismos, en Dios.

Y entonces, lo entenderemos todo. Y exclamaremos, como los primeros cristianos:

“Valió la pena.”

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