EL CAMINO DEL ESPÍRITU
- estradasilvaj
- 7 may
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En la extensa geografía de los caminos humanos, pocos trayectos son tan transformadores como aquellos en los que se cruza lo divino con lo humano, lo eterno con lo pasajero. Uno de estos encuentros inolvidables tiene lugar en el desierto entre Jerusalén y Gaza, como lo narra el libro de los Hechos de los Apóstoles 8, 26-40. Allí, un diácono llamado Felipe, movido por el Espíritu Santo, se encuentra con un alto funcionario etíope —eunuco y adorador de Dios— que leía las Escrituras sin comprender del todo su significado. Lo que sigue es una escena poderosa de revelación, enseñanza y bautismo, que encierra en sí misma una sinfonía de temas fundamentales: la disponibilidad al Espíritu, la centralidad de la Escritura, la apertura del corazón, y la inclusión radical que el Evangelio trae al mundo.
“El ángel del Señor habló a Felipe y le dijo: ‘Levántate y marcha hacia el sur por el camino que baja de Jerusalén a Gaza, el cual está desierto’.” (Hechos 8, 26)
En este primer versículo resuena una de las constantes del actuar divino: Dios llama en lo secreto, en lo inesperado, en lo desértico. A Felipe no se le dice más. No se le explica qué encontrará, ni por qué debe ir. Solo un mandato claro y una dirección aparentemente vacía. Pero Felipe se levanta y va.
Esta es la primera lección de fe: no necesitamos entender el porqué para obedecer a Dios. En una cultura que exige razones y resultados inmediatos, el cristiano está llamado a una obediencia silenciosa, como la de Abraham, como la de María. Felipe no se guía por un plan estratégico, sino por el susurro de Dios.
Hay un silencio fértil en el camino al desierto. Dios se manifiesta en los márgenes, en los espacios inhabitados, donde lo humano se vacía y el corazón se abre. Solo quien está dispuesto a caminar al desierto puede encontrarse con el hambre del otro.
“Un etíope, eunuco, ministro de Candace, reina de Etiopía, administrador de todos sus tesoros, que había ido a Jerusalén para adorar, regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías.” (Hechos 8, 27-28)
Aquí aparece el protagonista inesperado de esta historia: un etíope, un extranjero, un eunuco. Tres características que, en el mundo judío de la época, implicaban exclusión del culto pleno en el Templo. Y sin embargo, este hombre había ido a Jerusalén a adorar a Dios. Es decir, ya vivía con sed de lo divino.
Aunque era poderoso, rico, culto y piadoso, este hombre volvía de Jerusalén sin haber comprendido el corazón de su fe. Tenía acceso a los rollos sagrados —lujo reservado a muy pocos— y aún así no entendía. El saber no reemplaza la revelación. El alma sedienta necesita un guía que le hable desde el Espíritu.
Este etíope representa a millones de seres humanos hoy: personas que buscan sinceramente, que han tenido contacto con lo sagrado, pero no han encontrado aún quien les ayude a interpretar la vida y la Palabra. Están en el camino, leyendo, anhelando, esperando.
“Felipe corrió hacia él, y al oír que leía al profeta Isaías, le preguntó: ‘¿Entiendes lo que estás leyendo?’” (Hechos 8, 30)
Felipe no impone un discurso. No comienza predicando ni corrigiendo. Solo hace una pregunta honesta y directa, una que abre la puerta del corazón: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”
El Evangelio no se impone, se propone con ternura. En tiempos de polarización y de verdades arrojadas como piedras, el modelo de Felipe nos recuerda que el primer paso es el respeto, el diálogo, la escucha. La evangelización auténtica comienza con un encuentro humano. Felipe no habla desde arriba, sino que se sube al carro del otro, se pone a su lado.
“¿Cómo podré entender, si nadie me lo explica?” (v. 31)
Aquí brota una verdad preciosa: la humildad del buscador. El etíope no responde con soberbia, ni con autosuficiencia. Reconoce su necesidad. Solo quien se deja enseñar puede ser transformado. El corazón orgulloso se encierra, pero el humilde se abre a la revelación.
“El pasaje de la Escritura que leía era este: ‘Como oveja fue llevado al matadero…’” (Isaías 53, 7-8)
No es casualidad que el texto que el eunuco leía fuera del profeta Isaías, específicamente del capítulo 53, donde se describe al Siervo sufriente. Esta profecía es una de las más poderosas del Antiguo Testamento y anticipa con una claridad asombrosa la pasión de Cristo. Pero para el lector antiguo, era un enigma. ¿De quién hablaba Isaías? ¿Del profeta mismo? ¿De otro?
“Felipe, tomando la palabra y comenzando por este texto, le anunció la Buena Noticia de Jesús.” (v. 35)
Felipe no desvía el tema. Comienza exactamente donde el otro está. No impone otra lectura, sino que ilumina la que el otro ya estaba contemplando. Esta es una clave pastoral invaluable: partir del punto donde la persona está. Y desde allí, mostrar que toda la Escritura converge en Cristo.
Cristo es el centro de toda la historia. No es un añadido posterior. Desde el Génesis hasta Isaías, desde el Éxodo hasta los Salmos, todas las promesas, dolores y esperanzas de Israel se resumen y se cumplen en Jesús. El anuncio cristiano no es una ruptura con el Antiguo Testamento, sino su plenitud.
“Mientras iban por el camino, llegaron a un lugar donde había agua, y dijo el eunuco: ‘Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?’” (v. 36)
Es impresionante la espontaneidad de esta pregunta. La fe auténtica no se demora cuando reconoce el don. El etíope no necesita más. Ha comprendido, ha creído, y ahora desea nacer de nuevo. No pregunta si es digno, ni si hay un proceso largo. Solo ve el agua y se lanza a la vida nueva.
“Mandó detener el carro, descendieron ambos al agua, y Felipe lo bautizó.” (v. 38)
Este es un acto de humildad y de libertad. El alto funcionario se baja del carro, símbolo de su estatus, y entra al agua, donde ya no hay jerarquías humanas, solo hijos e hijas renacidos del Espíritu. En el bautismo desaparecen las distancias sociales, raciales, sexuales y religiosas. El Evangelio ha derribado otro muro.
“Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe, y el eunuco no lo vio más; pero siguió su camino lleno de alegría.” (v. 39)
¡Qué final tan desconcertante y hermoso! Felipe desaparece, pero el fruto permanece. El etíope no depende del predicador. Su fe ya está enraizada en Cristo. Y lo que sigue no es una dependencia ciega, sino un camino lleno de alegría.
No se nos dice más sobre él, pero la tradición etíope sostiene que este hombre fue el primer evangelizador de África. Un solo encuentro bastó para cambiar una nación. Así actúa Dios: con precisión quirúrgica, guiando a sus obreros a los corazones preparados por la gracia.
Este relato breve, de apenas quince versículos, encierra un mundo de sabiduría para el cristiano de hoy. Aquí algunas enseñanzas centrales:
1. Escucha y docilidad al Espíritu.
Felipe fue eficaz porque fue obediente. No planificó su misión. Se dejó guiar. Hoy, más que nunca, necesitamos cristianos que sepan escuchar la voz de Dios más que el ruido del mundo.
2. Buscar a Dios en los márgenes.
El etíope era considerado impuro, excluido. Pero Dios no se fija en etiquetas. Va al corazón que busca, aunque esté lejos. La Iglesia debe ir también al desierto, a los márgenes, a los “carros lejanos” de la cultura contemporánea.
3. Formación bíblica con corazón.
La pregunta del etíope es también para nosotros: “¿Entiendes lo que estás leyendo?” Muchos hoy leen la Biblia, pero sin guía ni comunidad. La Iglesia debe enseñar la Palabra con claridad, sin miedo, centrada en Cristo.
4. Evangelizar con preguntas, no con piedras.
Felipe no impone. Acompaña, pregunta, escucha. En un mundo herido por el juicio y la cancelación, el cristiano debe ser rostro de misericordia y diálogo.
5. Valentía para decidir.
El etíope no pospuso la gracia. Hoy también se necesita valor para decir: “Aquí hay agua, ¿qué me impide?” ¿Qué nos impide a nosotros vivir plenamente nuestra fe? ¿Qué nos impide comprometernos?
6. La verdadera alegría no depende de los mensajeros.
El etíope sigue su camino “lleno de alegría”, aunque Felipe ya no está. La fe madura no depende de figuras humanas, sino del encuentro con el Resucitado.
Todos nosotros somos, de algún modo, como ese eunuco etíope: personas en camino, que leen, que buscan, que anhelan. Y todos estamos llamados también a ser como Felipe: enviados por el Espíritu, atentos al dolor y al hambre del otro.
La vida cristiana es eso: un carro en movimiento, un camino compartido, un anuncio sencillo pero profundo que nace del corazón y transforma realidades. La Palabra, cuando es proclamada con amor, toca lo más hondo, regenera y envía con alegría.
Hoy, escucha al Espíritu. Sube al carro del otro. Comparte la Palabra. Y no olvides nunca la pregunta que puede cambiar una vida:
“¿Entiendes lo que estás leyendo?” O, quizás, escuchando.




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