EDUCAR PARA LA PAZ, LA JUSTICIA Y LAS PERIFERIAS
- estradasilvaj
- 16 may
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Vivimos en una era paradójica: jamás se ha producido tanto conocimiento, tanta tecnología, tanto intercambio cultural, y sin embargo, nunca como ahora el ser humano ha estado tan desconectado de sí mismo, del otro y del sentido profundo de su existencia. La educación, lejos de ser solo un proceso técnico o metodológico, es una de las expresiones más profundas de nuestra humanidad. Educar no es simplemente transmitir datos, sino formar conciencias, cultivar sensibilidades, desarrollar la capacidad de discernir el bien común en medio del ruido ensordecedor de un mundo que promueve el éxito individual, el consumo desenfrenado y la indiferencia como estrategia de supervivencia.
Uno de los mayores desafíos contemporáneos es la pérdida del horizonte antropológico. No se trata simplemente de crisis económicas, políticas o tecnológicas. Se trata de una crisis del sentido del ser humano. El antropocentrismo moderno, centrado en el "yo" individual, ha generado una cultura que descarta a los débiles, a los que no producen, a los que no encajan en la lógica del mercado. En palabras del Papa Francisco: “esta economía mata” (Evangelii Gaudium, 53). Pero más aún, esta cultura anestesia. Y el mayor obstáculo para una educación liberadora no es el odio, sino la indiferencia: esa incapacidad de ser conmovido por el sufrimiento ajeno.
En este contexto, la educación ha sido arrastrada por lógicas utilitaristas. Las escuelas y universidades se convierten en centros de entrenamiento para el mercado laboral, más que en espacios de reflexión, creatividad y formación del carácter. Se educa para competir, no para convivir. Se entrena para acumular, no para compartir. El éxito es definido como prestigio, poder, riqueza, no como servicio, solidaridad o construcción de comunidad.
La paz no es simplemente la ausencia de conflictos armados. La paz, entendida en su sentido bíblico —shalom—, es integridad, armonía, plenitud. Es la justicia en acción. Es el fruto de relaciones sanas entre las personas, los pueblos y con la creación. Educar para la paz implica formar en el diálogo, en la empatía, en la capacidad de resolver los conflictos de forma no violenta, en el respeto profundo por la dignidad del otro, incluso cuando piensa distinto.
Pero ¿cómo educar para la paz en un mundo violento, segregado, competitivo? Primero, reconociendo que la violencia no nace solamente de armas, sino también de palabras, de gestos, de estructuras. Hay violencia en la exclusión educativa, en la discriminación, en el bullying, en la corrupción, en la desigualdad. Y por tanto, educar para la paz implica desmontar las raíces de esa violencia: el egoísmo, el racismo, la misoginia, el autoritarismo.
Una educación para la paz exige docentes pacificadores, estructuras educativas democráticas, programas que integren la historia de los conflictos, la memoria de las víctimas, el aprendizaje de lenguajes de reconciliación y perdón. No se trata solo de enseñar "valores", sino de encarnarlos en la vida escolar: en cómo se resuelven los conflictos en el aula, en cómo se escuchan las voces disidentes, en cómo se celebra la diversidad.
Hablar de justicia no es una opción ideológica, es un mandato ético. Y la educación no puede ser neutral. Toda neutralidad frente a la injusticia es complicidad. Educar para la justicia es formar en la conciencia crítica, en el análisis de las causas estructurales de la pobreza, la exclusión y la violencia. Es enseñar a mirar el mundo desde el lugar de los últimos, como Jesús lo hizo: “Bienaventurados los pobres” (Mt 5,3) no es un mensaje poético, sino una declaración de visión social.
Hoy, sin embargo, en muchas escuelas se evita hablar de política, de economía, de desigualdades sociales, con la excusa de mantener la "objetividad". Pero una educación que no incomoda, que no cuestiona los privilegios, que no despierta la indignación ante la injusticia, es una educación domesticada.
Educar para la justicia es también educar en la acción. La participación estudiantil, los proyectos sociales, el contacto con las realidades marginales, el voluntariado no asistencialista sino transformador, son parte esencial de esta pedagogía. Paulo Freire lo decía con claridad: “La educación no cambia el mundo. Cambia a las personas que van a cambiar el mundo”.
Las periferias no son solo geográficas. Hay periferias existenciales: personas olvidadas, descartadas, etiquetadas. Jóvenes que no encajan, migrantes sin voz, ancianos solos, personas con discapacidad invisibilizadas. Educar para las periferias es una forma concreta de encarnar la pedagogía de Jesús, que no fundó academias en Jerusalén, sino que caminó con pescadores, mujeres, publicanos y enfermos.
La escuela no puede limitarse a replicar los modelos de éxito del centro. Debe convertirse en un espacio donde las voces periféricas sean escuchadas y dignificadas. Donde el saber no se imponga desde arriba, sino se construya en diálogo con la experiencia de vida de los estudiantes, especialmente los más vulnerables.
Además, educar para las periferias es también preparar a los estudiantes para elegir caminar hacia ellas, no huir de ellas. Formar profesionales que no busquen solo el confort o el prestigio, sino que se comprometan con las causas de los oprimidos. Formar creyentes que vean en el rostro del pobre el rostro de Cristo.
En contextos secularizados o incluso hostiles a lo religioso, hablar de Dios parece una imprudencia o una nostalgia. Pero la dimensión espiritual del ser humano no puede ser negada sin consecuencias. La educación que excluye radicalmente lo trascendente, corre el riesgo de producir individuos tecnológicamente eficaces, pero espiritualmente vacíos.
No se trata de imponer credos, sino de abrir caminos hacia la interioridad, el sentido, la gratuidad, la compasión. Las tradiciones religiosas —cuando son vividas con autenticidad— ofrecen precisamente estos caminos. El cristianismo, por ejemplo, propone un modelo educativo centrado en el amor incondicional, el servicio, la cruz como signo de entrega y redención. ¿Qué mejor fundamento para una educación orientada a la paz, la justicia y la inclusión?
Hoy más que nunca, necesitamos educadores que no tengan miedo de hablar de Dios, pero no desde el dogmatismo, sino desde el testimonio. Que no adoctrinen, pero sí acompañen. Que no impongan, pero sí provoquen preguntas profundas. Que no conviertan, pero sí inspiren.
Vivimos en una cultura donde todo es opinable, donde no hay verdades, solo percepciones. El relativismo ha invadido incluso la ética: cada quien define su bien, su verdad, su justicia. Esta mentalidad debilita cualquier intento de formar en valores sólidos. Si todo es relativo, ¿por qué luchar por la justicia? ¿Por qué incomodarse por la exclusión?
A esto se suma el consumismo, que ha convertido la educación en un producto. Las escuelas compiten como empresas, los estudiantes son clientes, los saberes se venden como habilidades de empleabilidad. Se educa para tener, no para ser. Y en esta lógica, la compasión, la gratuidad, el compromiso con los otros se vuelven irrelevantes o incluso peligrosos.
Y finalmente, la indiferencia. Quizá el peor de los males contemporáneos. Esa actitud de mirar sin ver, de oír sin escuchar, de pasar de largo. En esta cultura, formar personas sensibles, disponibles, empáticas, es una forma de subversión.
Te presento algunas recomendaciones concretas para educar en paz, justicia y periferias
a. Reformular el currículo con enfoque humanista y crítico:
Incluir contenidos que aborden derechos humanos, conflictos sociales, historia de la paz, análisis económico crítico, espiritualidad, ética del cuidado. Dar espacio a las ciencias humanas tanto como a las exactas.
b. Establecer vínculos reales con las periferias:
Generar proyectos solidarios, experiencias de campo, pasantías en comunidades vulnerables, intercambios con escuelas rurales o de barrios marginados. No como caridad, sino como intercambio transformador.
c. Formar al profesorado en pedagogía del encuentro:
Capacitar a los docentes en comunicación no violenta, mediación de conflictos, pensamiento crítico, educación espiritual y sensibilidad social. El maestro no transmite solo contenidos, transmite vida.
d. Cultivar la espiritualidad sin dogmatismo:
Ofrecer espacios de silencio, contemplación, reflexión, diálogo interreligioso, lectura de textos sagrados y filosóficos. Ayudar a los estudiantes a encontrar sentido, no imponerlo.
e. Fomentar la participación activa del alumnado:
Promover consejos estudiantiles, debates, asambleas, comités de justicia, grupos de acción social. La escuela es un laboratorio de ciudadanía.
f. Evaluar de forma más integral y cualitativa:
Ir más allá de los exámenes tradicionales. Evaluar actitudes, procesos, compromiso, crecimiento personal. La paz no se mide en puntos, se cultiva en relaciones.
g. Construir redes con otros actores sociales:
Vincularse con ONGs, iglesias, movimientos sociales, universidades, centros culturales. La educación no se da solo en el aula. Se da en comunidad.
Educar para la paz, la justicia y las periferias no es una moda ni un programa opcional. Es una urgencia histórica. En un mundo herido, polarizado, saturado de información pero hambriento de sentido, la educación debe ser una respuesta profética. No basta con preparar buenos profesionales. Necesitamos formar ciudadanos sensibles, creyentes comprometidos, seres humanos capaces de construir puentes donde otros levantan muros.
La educación no cambiará el mundo de un día para otro, pero sí puede sembrar las semillas de una humanidad reconciliada. Como dijo el educador brasileño Rubem Alves: “Educar es sembrar con sabiduría y cosechar con paciencia”. O como proclamó Jesús: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Que nuestras escuelas, colegios, universidades, parroquias, movimientos y familias sean esos lugares donde se aprende no solo a sumar y restar, sino a amar, servir y vivir con sentido. Porque una educación sin amor es técnica vacía. Pero una educación con amor, justicia y compromiso... puede ser el inicio de un nuevo mundo.




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