EDUCAR CON VALORES
- estradasilvaj
- 28 may
- 5 Min. de lectura
En un mundo que aplaude el conocimiento, celebra la innovación y promueve el desarrollo tecnológico como faro del progreso, la educación ha adquirido un lugar privilegiado en la estructura social. Pero en este escenario donde el intelecto florece, ¿qué ocurre cuando el corazón se marchita? La frase de C.S. Lewis retumba como un eco incómodo en los pasillos de universidades, laboratorios y gobiernos: “La educación sin valores, por más útil que nos pueda parecer, solo hace del hombre un demonio más astuto.” Esta afirmación, tan provocadora como cierta, nos confronta con una realidad inquietante: la inteligencia no garantiza bondad, ni la formación académica asegura humanidad.
Desde la Revolución Industrial, y más aún en la era digital, el concepto de educación ha sido estrechamente ligado a la productividad. Aprender ha significado adquirir herramientas para insertarse en el mercado laboral, generar innovación, competir en un mundo globalizado. No es raro entonces que universidades y centros educativos privilegien las ciencias duras, la lógica matemática, la computación, la eficiencia operativa. Pero ¿quién enseña a ser honesto, compasivo, justo?
Una mente brillante sin corazón puede diseñar algoritmos de manipulación social, crear armas de destrucción masiva o construir imperios económicos sobre la pobreza ajena. El mismo conocimiento que cura puede también matar; la misma tecnología que conecta puede controlar. El conocimiento, sin el marco de valores que lo guíe, se convierte en un arma en manos de quien no ha sido educado para amar la vida.
No se trata de negar el valor del saber técnico, sino de entender que este saber necesita una dirección ética. Como bien señala el filósofo español José Antonio Marina: “El saber sin sabiduría es peligroso.”
La historia ofrece ejemplos desgarradores de lo que ocurre cuando la inteligencia se separa de la ética. Muchos de los arquitectos del Holocausto eran académicos brillantes, doctores, ingenieros, abogados. Hombres que leían a Kant y a Goethe por la mañana, y que por la tarde organizaban deportaciones, experimentos médicos o exterminios sistemáticos. ¿Cómo es posible? Porque la educación no garantiza virtud.
Aquí la frase de Lewis se vuelve profética: el conocimiento sin valores no elimina al demonio del corazón humano; solo lo hace más eficiente. A falta de principios, el ego se convierte en el centro, y la astucia desplaza a la verdad. El individuo educado sin virtud puede convencer, manipular, ganar elecciones, presidir empresas o dirigir ejércitos… y en su interior continuar vacío, o peor aún, peligrosamente convencido de que el fin justifica los medios.
La astucia sin bondad es el traje elegante de la perversión.
Los valores son las coordenadas morales que orientan nuestras decisiones. Son principios como la justicia, la libertad, la solidaridad, el respeto, la humildad, la veracidad. No nacen del cálculo, sino de la conciencia; no se aprenden por memorización, sino por experiencia, reflexión y ejemplo.
Incorporar valores a la educación no es adoctrinar, sino formar personas completas. Es enseñar a discernir entre lo correcto y lo útil, entre lo legal y lo justo, entre el éxito y la dignidad.
En la Biblia, Jesús dice: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Marcos 8,36). La educación sin valores corre el riesgo de producir individuos capaces de conquistar el mundo… y perderse en él. Hombres y mujeres que saben mucho pero que no saben por qué viven, ni a quién sirven sus talentos.
Uno de los objetivos más nobles de la educación debería ser liberar al ser humano de la ignorancia, no solo de datos, sino de egoísmo. La verdadera educación no nos hace más “útiles” solamente, sino más humanos. Nos ayuda a descubrir nuestra vocación, a desarrollar la empatía, a comprender al otro, a servir a la comunidad.
Una educación con valores enseña que la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino elegir el bien, aunque cueste. Nos forma para ser responsables de nuestras decisiones, para construir y no destruir, para crear puentes y no muros.
Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente de Auschwitz, decía que tras la Estatua de la Libertad en la costa este de Estados Unidos debería levantarse una Estatua de la Responsabilidad en la costa oeste. Porque la libertad sin valores es licencia; es una carretera sin señales, donde cada quien avanza a su antojo… hasta que choca.
La educación con valores no necesariamente tiene que ser religiosa, pero tampoco puede prescindir de la espiritualidad. C.S. Lewis, converso al cristianismo y autor de obras fundamentales como Mero Cristianismo, entendía que la formación moral se nutre del alma. Para él, la educación debía conducir al hombre a mirar más allá de sí mismo, a encontrar una dimensión trascendente, un sentido último.
Los valores no flotan en el vacío: brotan de una visión del ser humano, de una concepción del bien, del mal, del amor, de la vida. Por eso, la fe cristiana ha sido históricamente un pilar en la formación de valores en Occidente. Amar al prójimo, perdonar, servir, dar la vida por el otro… no son aprendizajes naturales del instinto humano, sino frutos de una educación que ha bebido del Evangelio.
Desvincular la educación de la fe es amputar una parte esencial de la experiencia humana. No se trata de imponer creencias, sino de recuperar el asombro por el misterio de la vida, por la dignidad del otro, por el llamado a vivir no solo para mí.
Una sociedad que forma técnicos pero no ciudadanos está condenada al caos. Hoy, más que nunca, urge educar con sentido ético, especialmente en los ámbitos donde se toman decisiones que afectan millones de vidas: la política, la economía, los medios de comunicación.
La corrupción no se combate solo con leyes, sino con conciencia. La mentira no se derrota solo con datos, sino con integridad. Si formamos generaciones que dominan la ingeniería genética, pero no saben respetar la vida, ¿hacia dónde vamos? Si enseñamos programación sin enseñar prudencia, ¿qué tipo de inteligencia artificial estamos construyendo?
Educar con valores es una inversión en la salud de la democracia, en la justicia, en la paz.
Incluir los valores en la educación no requiere grandes discursos, sino coherencia. Algunas claves:
-El ejemplo del docente: más que enseñar valores, los encarna. Los alumnos olvidarán definiciones, pero recordarán gestos.
-El ambiente escolar: un entorno de respeto, escucha, diálogo y justicia enseña más que mil libros.
Los contenidos: incluir temas de ética, derechos humanos, espiritualidad, filosofía, literatura… amplía la mirada.
-El acompañamiento: educar el corazón implica ayudar a los jóvenes a conocerse, superar heridas, descubrir su vocación.
-La familia: primera escuela de valores. Sin su apoyo, la tarea educativa es incompleta.
La frase de C.S. Lewis no es una simple advertencia; es una brújula. Nos recuerda que el destino de la humanidad no se juega en los laboratorios, sino en el corazón de quienes los dirigen. Que la pregunta más urgente no es qué sabemos, sino qué hacemos con lo que sabemos. Y que, al final del día, el mundo no necesita más genios, sino más santos.
Porque una educación sin valores puede llenar el mundo de talento… pero vaciarlo de humanidad.




Comentarios