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DOS VOCES, UNA VIDA

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 6 may
  • 6 Min. de lectura

La educación ha sido definida, debatida, estructurada, politizada e idealizada por siglos. Pero más allá de planes curriculares, metodologías pedagógicas o tecnologías de vanguardia, la educación es esencialmente una experiencia humana. Es un proceso de transmisión, no solo de conocimientos, sino de valores, costumbres, habilidades de vida y sentido de identidad.

En este contexto, emergen dos grandes instituciones fundamentales para la formación del ser humano: la escuela y la familia. Aunque a veces parecen caminar por rumbos paralelos, no pueden —ni deben— separarse. Son como dos alas de un mismo pájaro: si una no funciona, el vuelo de la formación humana se convierte en caída.

Antes de entrar en materia, conviene distinguir entre educación y formación.

Educación es la adquisición de conocimientos, habilidades cognitivas, sociales y culturales que permiten al individuo comprender su entorno y actuar en él.

Formación va más allá: implica la interiorización de valores, la construcción del carácter, el desarrollo emocional, espiritual y moral del ser humano.

La escuela puede educar con eficacia, pero si no hay una formación sólida en casa, los saberes se quedan sin raíces. Por otro lado, una familia que forma con valores pero no brinda acceso a una educación adecuada puede limitar el potencial intelectual y profesional del niño.

Ambos escenarios, en soledad, son insuficientes.

La escuela tiene una función clara: proporcionar herramientas cognitivas para desenvolverse en la sociedad moderna. Matemáticas, lengua, ciencia, historia, arte, tecnología… son las piezas que configuran el conocimiento.

Sin embargo, en las últimas décadas, se ha depositado en la escuela una carga excesiva. Hoy se espera que también enseñe valores, maneje la educación emocional, resuelva conflictos sociales, alimente, discipline, prevenga abusos, detecte trastornos… En otras palabras, que supla lo que a veces la familia no ofrece.

Esta sobrecarga no es nueva. Como advierte el filósofo español José Antonio Marina, “hemos delegado en la escuela la responsabilidad total de formar ciudadanos responsables, sin darnos cuenta de que la primera y más poderosa escuela es la casa”.

Lo ideal sería una escuela que:

-Transmita conocimientos con profundidad y sentido crítico.

-Refuerce valores previamente trabajados en casa.

-Ofrezca un ambiente seguro, inclusivo y humano.

-Actúe en sinergia con la familia.

Pero para que esto ocurra, el otro actor clave debe estar en escena.

La familia es el primer entorno educativo del ser humano. Es en casa donde un niño aprende —a veces sin palabras— lo que significa amar, respetar, escuchar, esperar, perdonar. La familia no es solo un contexto, sino una pedagogía viva.

Los padres enseñan con gestos, silencios, discusiones, decisiones y actitudes. Un hogar lleno de contradicciones, gritos, abandono emocional o indiferencia enseña más que mil lecciones escolares... pero enseña lo incorrecto.

Desde las primeras etapas de la vida, la familia:

-Moldea la autoestima y la seguridad emocional del niño.

-Transmite el sentido de justicia, responsabilidad y deber.

-Enseña a amar el conocimiento o, por el contrario, a despreciarlo.

-Refuerza o destruye lo que la escuela intenta construir.

Hay un proverbio africano que dice: “para educar a un niño hace falta toda una tribu”, pero esa tribu debe empezar por los padres.

Cuando escuela y familia no colaboran, los efectos son visibles:

-Niños desorientados: Lo que se aprende en la escuela no encuentra respaldo en casa, y viceversa. Por ejemplo, un niño al que se le enseña empatía en la escuela, pero presencia violencia verbal en casa, vive en una contradicción peligrosa.

-Padres ausentes o desentendidos: Muchos delegan completamente la educación en la escuela, exigiendo resultados sin acompañar procesos. Otros interfieren demasiado, cuestionando la autoridad del maestro, restándole legitimidad ante el niño.

-Escuelas burocráticas: Algunos centros escolares se encierran en su programa, limitando el contacto con la familia a reuniones formales o quejas disciplinarias.

-Responsabilidades desdibujadas: Se espera que el maestro sea psicólogo, guía moral, nutricionista, agente de seguridad y educador académico. Mientras tanto, el rol de los padres se diluye entre agendas ocupadas y culpas silenciadas.

La pregunta no es tanto quién tiene más responsabilidad, sino cómo pueden compartirla de manera eficaz.

Vivimos en un mundo donde las exigencias laborales, la fragmentación familiar, la cultura digital y la hiperinformación desafían las estructuras educativas clásicas. Pero esto no puede servir de excusa para abdicar de la responsabilidad.

El niño necesita:

-Un hogar que forme su interioridad y lo abrace incondicionalmente.

-Una escuela que expanda su mente, lo desafíe intelectualmente y le ofrezca herramientas para el futuro.

-No se trata de competir por influencias, sino de construir puentes.

Como apunta el educador italiano Francesco Tonucci: “Los niños tienen derecho a que familia y escuela se comuniquen, se respeten y trabajen juntos. Cuando eso no ocurre, se rompen muchas cosas por dentro que no se ven hasta que es tarde”.

En una sociedad cada vez más orientada al rendimiento y la competitividad, corremos el riesgo de criar niños exitosos pero vacíos, brillantes pero desconectados de su mundo emocional, hiperformados técnicamente pero pobres en empatía.

La familia, con su lenguaje afectivo, puede inocular desde la infancia la semilla del sentido de vida, del respeto por la dignidad ajena, de la fe, del valor del tiempo compartido y de los límites saludables.

La escuela, con su estructura y disciplina, puede enseñar a organizar el pensamiento, desarrollar el pensamiento crítico, convivir con la diversidad y proyectar sueños colectivos.

Ambas deben preguntarse: ¿estamos formando buenos profesionales o buenos seres humanos? Y aún mejor: ¿podemos lograr ambas cosas al mismo tiempo?

Desde una perspectiva cristiana (aunque válida para muchos contextos), el ser humano no es solo razón o voluntad, sino también espíritu. En este sentido, la educación integral debe incluir también una dimensión trascendente.

Como enseña el papa Francisco:

“Educar es introducir en la totalidad de la vida, y eso supone abrir al otro, al mundo, y también a Dios” (Discurso al Congreso Internacional de Educación Católica, 2015).

Una educación sin alma produce técnicos, pero no santos; ingenieros, pero no sabios; administradores, pero no líderes éticos. La familia es la primera catequesis, y la escuela puede ser un lugar de cultivo del alma si ambas instancias se respetan y enriquecen.

No basta con comprender la importancia de la familia en la educación. Es necesario actuar. Aquí algunas recomendaciones claras, realistas y prácticas:

1. Conviértanse en los primeros educadores.

Asuman su rol con orgullo, pero también con humildad. Ser padre o madre no es solo proveer comida y techo, sino formar el corazón del hijo.

2. Estén presentes emocionalmente.

No se trata solo de estar en casa, sino de estar disponibles, atentos, interesados. La calidad del tiempo importa más que la cantidad.

3. Enseñen con el ejemplo.

La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace es la base de toda formación efectiva. Un padre que predica respeto pero insulta al conductor del autobús está educando en la incoherencia.

4. Colaboren con la escuela, no compitan.

Respeten a los maestros. Establezcan comunicación fluida y positiva con ellos. Si hay conflictos, abórdenlos con madurez, sin desacreditar al docente frente al hijo.

5. Involúcrense en la vida escolar

Asistan a reuniones, participen en actividades, escuchen al hijo hablar de sus clases. La escuela no es una burbuja ajena.

6. Refuercen los valores en casa.

La escuela puede enseñar a convivir, pero es en casa donde se aprende a amar. Hablen de la importancia de la verdad, la compasión, la responsabilidad, la fe.

7. Cuiden su propia formación.

Padres que leen, que cuestionan, que reflexionan, forman hijos que valoran el pensamiento. La autoeducación del adulto inspira la educación del niño.

8. No sobrecarguen ni sobreprotejan.

Eviten llenar la agenda del niño con actividades sin sentido o intervenir en todo conflicto. Permitan el error, el aburrimiento, el silencio. Todo eso también educa.

9. Cultiven la dimensión espiritual.

Sea cual sea su fe, transmitan que hay algo más grande que el éxito personal. El sentido de trascendencia nutre la conciencia moral del niño.

10. Eduquen desde el amor, no desde el miedo.

Los gritos, castigos desmedidos o manipulaciones emocionales crean obediencia, pero no formación interior. El amor firme y constante es el mejor maestro.

Educar no es llenar un vaso, sino encender una llama. Y esa llama necesita dos fuegos: el del hogar y el de la escuela. Uno calienta el alma, el otro ilumina el camino. Cuando ambos se apagan o compiten entre sí, el niño queda solo, a oscuras.

Por eso, más que preguntarnos qué esperamos de la escuela o de la familia, deberíamos preguntarnos: ¿qué mundo queremos construir a través de nuestros niños?

Porque cada niño que se educa bien, con amor, sabiduría y coherencia, es un puente entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser.

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