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DIVINIZAR LO QUE NO ES DIOS

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 3 Min. de lectura

«A eso no tenemos por qué responderte. Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido».

Cuando Sadrac, Mesac y Abed-Nego se plantan ante Nabucodonosor, no están simplemente defendiendo una tradición oponiéndose a una moda religiosa babilónica. Están haciendo algo radical: confiesan que su fe no está sujeta a los resultados. No dependen de si Dios los libra o no, de si sobreviven o no. Ellos saben quién es Dios y eso basta.

Ese "aunque no lo hiciera" es el alma de la fe verdadera. Una fe que no exige milagros para seguir creyendo. Que no se doblega ante los ídolos porque ha descubierto el rostro del Dios vivo. En otras palabras: es una fe que no busca un “Dios útil”, sino un Dios verdadero.

La idolatría no consiste simplemente en arrodillarse ante estatuas doradas. Hoy los ídolos no llevan oro ni incienso, pero siguen exigiendo rodillas dobladas. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda:

“La idolatría consiste en divinizar lo que no es Dios” (CIC 2113).

En el mundo moderno, los ídolos se disfrazan con trajes ejecutivos, algoritmos virales o pasiones escondidas. La fama, el poder, el dinero, el placer... todos estos pueden convertirse en falsos dioses cuando ocupan el lugar que solo le pertenece al Señor.

Jesús fue claro:

«No podéis servir a Dios y al dinero» (Mateo 6,24).

El corazón humano es un santuario... pero también puede ser un mercado. ¿Quién tiene el trono en el tuyo?

Hoy no se alzan muchas estatuas de oro, pero sí se construyen identidades falsas sobre lo que poseemos, mostramos o aparentamos. La idolatría moderna es sutil. No nos pide quemar incienso, sino likes. No exige sacrificios en templos paganos, sino que renunciemos a la verdad por miedo al rechazo. Y ahí está el horno: no de fuego físico, sino de presión social, cultural y moral.

A veces, ser fiel a Dios hoy implica decir: “Aunque me cancelen, no me arrodillaré”.

“Aunque pierda seguidores, no traicionaré mi conciencia”.

“Aunque me dejen solo, no dejaré al que dio la vida por mí”.

Lo hermoso de la historia de Daniel 3 es que estos jóvenes no solo salieron ilesos del horno: salieron con un mensaje. La fidelidad encendió el corazón del rey mismo. El fuego que debía consumirlos se convirtió en la escena donde Dios se manifestó:

«Veo cuatro hombres sueltos, que caminan en medio del fuego sin sufrir daño, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de los dioses» (Daniel 3,25).

¡Ahí está Cristo! En medio del fuego con los que no se rinden ante los ídolos. La promesa no es que no entremos al horno, sino que Él estará con nosotros allí. ¡Y eso cambia todo!

La idolatría destruye la libertad del creyente. Nos hace esclavos. Porque todo ídolo exige sacrificios, pero jamás está satisfecho. El dinero pide más dinero. La fama, más atención. El placer, más consumo. Y el alma se vacía como un recipiente roto.

San Pablo advierte:

«Cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles…» (Romanos 1,23).

La idolatría no solo es una traición a Dios, sino una degradación del ser humano. Nos rebaja al nivel de aquello que adoramos. Por eso, quien se arrodilla ante un ídolo termina perdiendo el rostro que Dios le dio.

¿Cómo vencer la idolatría hoy? Aquí algunos caminos prácticos:

Revisa tus prioridades. ¿Qué ocupa más tus pensamientos, tus preocupaciones, tus energías? ¿Dios o…?

Vive en la Palabra. Solo la verdad revelada en la Escritura puede desenmascarar a los ídolos modernos. Como dice el salmista: «Tu palabra es una lámpara para mis pies» (Salmo 119,105).

Adora solo a Dios. La adoración no es solo cantar, sino poner a Dios en el centro. «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto» (Lucas 4,8).

Vive con coherencia. Aunque el horno esté encendido, la fidelidad vale más. Ser cristiano hoy no es “quedar bien con todos”, sino quedar bien con Uno.

Busca la comunidad. Sadrac, Mesac y Abed-Nego no estaban solos. La fe también se fortalece en comunidad, porque hay hornos que no se enfrentan en solitario.

La frase “aunque no lo hiciera” debería estar escrita en nuestros corazones. Porque la verdadera fe no hace tratos con Dios: cree, espera y ama sin condiciones. No negocia su fidelidad ni con la presión ni con el fuego.

La idolatría es el camino ancho y atractivo... pero termina en esclavitud. La fidelidad a Dios es el sendero angosto, a veces caluroso, pero lleno de gloria.

Como dice San Pedro:

«No seáis como ellos. Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios...» (1 Pedro 2,9).

No somos cualquier pueblo. Somos el pueblo que no se arrodilla ante ídolos porque ya encontró al Único que vale la pena adorar.

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