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DIOS DE LO NUEVO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 6 Min. de lectura

“Esto dice el Señor,

que abrió camino en el mar

y una senda en las aguas impetuosas;

que sacó a batalla carros y caballos,

la tropa y los héroes:

caían para no levantarse,

se apagaron como mecha que se extingue.

‘No recordéis lo de antaño,

no penséis en lo antiguo;

mirad que realizo algo nuevo;

ya está brotando, ¿no lo notáis?

Abriré un camino en el desierto,

corrientes en el yermo.’”

(Isaías 43,16-19)

El texto de Isaías 43,16-19 es una de esas joyas proféticas que resplandecen en medio de la oscuridad. Su mensaje, tan antiguo como actual, nos presenta al Dios de la historia, al Dios que no se resigna al fracaso humano ni queda atrapado en los relatos del pasado. Es una palabra viva que, aún hoy, sigue interpelando corazones, especialmente aquellos que se sienten varados en medio del desierto.

La proclamación comienza con una imagen extraordinaria: el Señor que abrió camino en el mar, que trazó una senda en medio de las aguas impetuosas. Es una alusión directa al gran acontecimiento del Éxodo, cuando Dios liberó a su pueblo de la esclavitud en Egipto y los hizo pasar por el Mar Rojo como si caminaran sobre tierra firme. En ese relato, el ejército egipcio, con sus carros, caballos, tropas y héroes, fue derrotado no por armas humanas, sino por la fuerza creadora y liberadora de Dios. “Caían para no levantarse —dice el profeta—, se apagaron como mecha que se extingue”. Una expresión poética para describir cómo Dios borra del mapa lo que parecía indestructible.

Sin embargo, y aquí viene el giro sorprendente del texto, inmediatamente después de recordar este acto glorioso, el mismo Dios que lo realizó nos dice: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo”. Es como si nos dijera: “Sí, fue un milagro; sí, actué con poder; pero no se queden allí. No se queden atrapados en los archivos del pasado. No soy solo el Dios que fue, soy el Dios que es y que será”.

Este pasaje habla a un pueblo en crisis. Israel está en el exilio, viviendo en tierra extranjera, lejos de Jerusalén, con su templo destruido y sus esperanzas debilitadas. ¿Dónde está Dios ahora? ¿Sigue con nosotros o solo lo conocimos en los relatos de nuestros antepasados? La respuesta de Isaías es clara: Dios no está en pausa. No se ha jubilado. No ha abandonado su proyecto. Lo que está haciendo es algo nuevo. Y por eso dice con insistencia: “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”.

La imagen se transforma: del mar al desierto, de las aguas tumultuosas a la aridez absoluta. Dios promete abrir un camino en el desierto, hacer brotar corrientes en el yermo. Este lenguaje es profundamente simbólico. El desierto en la Biblia representa la prueba, la soledad, la tentación, pero también es el lugar del encuentro con Dios, donde se revela su fidelidad. Israel cruzó el desierto después del Éxodo. Jesús fue llevado al desierto antes de iniciar su ministerio. El desierto, más que un lugar geográfico, es una experiencia espiritual. Todos pasamos por desiertos: momentos de sequía interior, de confusión, de silencio de Dios, de pérdida de rumbo. Y es precisamente ahí, en esa tierra yerma, donde el Señor promete actuar.

Dios no nos promete evitarnos el desierto, sino transformarlo desde dentro. Él no elimina mágicamente nuestras dificultades, sino que actúa en medio de ellas. Es el Dios que hace florecer el desierto, que hace brotar agua viva en la sequedad de nuestras vidas. Como dice también Isaías, en otro pasaje lleno de esperanza: “Convertiré el desierto en estanque, y la tierra seca en manantiales” (Is 41,18). Esta es la firma del Dios bíblico: intervenir donde no hay posibilidades, abrir caminos donde no hay salida, hacer lo imposible cuando todo parece perdido.

Este mensaje tiene implicaciones muy concretas para nuestra vida de fe. En primer lugar, nos invita a soltar la nostalgia paralizante. Recordar el pasado puede ser bueno si nos da fe, pero no cuando nos impide vivir el presente. Muchas personas —y no solo en temas espirituales— viven mirando atrás con melancolía: “Antes todo era mejor”, “cuando era joven tenía más entusiasmo”, “mi comunidad antes era más viva”. Esa mirada puede convertirse en una trampa que impide ver la acción actual de Dios. El pasado es importante, pero no es nuestra morada. Jesús mismo advirtió: “Nadie que pone la mano en el arado y mira atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). El Reino se construye hacia adelante, no con añoranza sino con disponibilidad.

Además, este texto nos enseña que Dios no está obligado a repetir sus acciones. Él no se copia a sí mismo. Su fidelidad es eterna, pero su creatividad es infinita. No podemos encasillar a Dios en nuestros esquemas. Él puede hacer surgir lo nuevo, incluso donde nosotros solo vemos rutina o fracaso. San Pablo lo expresó con una fuerza contundente: “Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo” (2 Cor 5,17). Esta es una buena noticia: no estamos condenados a repetir el pasado. En Cristo, todo puede renovarse.

La invitación de Isaías —y de todo el Evangelio— es a mirar con nuevos ojos. A menudo Dios ya está actuando en nuestras vidas, pero no lo percibimos porque estamos demasiado distraídos, demasiado instalados en lo conocido o demasiado temerosos del cambio. Por eso la pregunta retórica del profeta golpea con fuerza: “¿No lo notáis?”. Es como si nos dijera: “¡Dios ya comenzó algo! ¡Abre los ojos!”.

Ver lo nuevo requiere limpieza de corazón. Jesús lo dijo claramente: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). No se trata de tener ojos físicos agudos, sino de tener un corazón abierto, libre de amargura, rencor, desesperanza. Solo así se puede percibir el germen del Reino, incluso en los pequeños gestos, en las reconciliaciones, en los comienzos tímidos, en los silencios fecundos.

La plenitud de esta promesa de Isaías se cumple en Jesús. Él es el nuevo camino en medio del desierto del pecado. Es el Agua Viva que brota del costado herido y que sacia la sed más profunda. En Él se da el nuevo éxodo, no ya desde Egipto sino desde la esclavitud interior del egoísmo y la desesperanza. Él no solo abre caminos: Él mismo es el Camino (Jn 14,6). No nos lleva hacia Dios como un guía externo, sino que nos introduce en la vida de Dios desde dentro, porque Él es Dios-con-nosotros.

Jesús no evitó el desierto, sino que lo abrazó. En la cruz, asumió el abandono, la sequedad, la oscuridad, y desde allí hizo brotar la redención. El desierto de la cruz se convirtió en la puerta de la Resurrección. Por eso, cuando pasamos por pruebas, no estamos solos. Jesús ya caminó por ahí. Y ahora camina con nosotros.

La esperanza cristiana no es ingenua. No consiste en pensar que todo saldrá bien como por arte de magia. Es más bien la certeza profunda de que Dios actúa incluso cuando todo parece estar muerto. Él es el Dios de lo nuevo. Y lo nuevo, muchas veces, empieza pequeño, casi invisible, como una semilla. Pero ya está brotando. ¿Lo notas?

Frente a esta Palabra, podemos hacer una pausa en nuestra vida y preguntarnos: ¿Qué desiertos estoy atravesando ahora mismo? ¿En qué parte de mi existencia siento que no hay salida, que todo está seco? ¿Y si justo ahí Dios quiere hacer algo nuevo? ¿Y si no se trata de escapar del desierto, sino de dejar que Dios lo transforme?

También podemos preguntarnos si estamos demasiado aferrados a lo antiguo. ¿Hay recuerdos, costumbres, actitudes que me impiden abrirme a lo que Dios quiere hacer hoy? ¿Estoy dispuesto a dejar que el Espíritu me sorprenda? Porque una cosa es cierta: Dios no se repite, pero nunca decepciona.

La invitación final de Isaías es a confiar. A mirar no solo con ojos humanos, sino con la fe que ve más allá. La fe no es ceguera, sino visión profunda. Es ver el brote cuando otros solo ven tierra seca. Es creer en la lluvia mientras aún no hay nubes. Es caminar por el desierto sabiendo que allí, tarde o temprano, brotarán ríos.

El Dios que abrió camino en el mar sigue abriendo caminos hoy. El Dios que apagó los carros del faraón sigue apagando los ídolos que nos oprimen. El Dios que hizo brotar agua de la roca sigue haciendo manar su gracia en los corazones heridos. Y lo más maravilloso es que no repite moldes: siempre hace algo nuevo.

Así que si hoy sientes que todo está en pausa, que no hay futuro, que tu vida espiritual se ha secado, no te desanimes. Tal vez, sin saberlo, ya está brotando lo nuevo. Tal vez Dios ya está actuando. Y tu única tarea es disponerte, abrir los ojos del alma y decirle con humildad: “Señor, haz algo nuevo en mí… y si ya lo estás haciendo, enséñame a notarlo”.

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