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DESDE EL VIENTRE DE MI MADRE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 29 abr
  • 5 Min. de lectura

Reflexión sobre Isaías 49,1-3

"Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos:

El Señor me llamó desde el vientre materno,

de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre.

Hizo de mi boca una espada afilada,

me escondió en la sombra de su mano;

me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba

y me dijo:

«Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré»."

(Isaías 49,1-3)

Isaías nos deja entrever un misterio que traspasa las fronteras del tiempo: Dios ya pensó en nosotros antes de que tuviéramos forma. No somos un accidente ni una casualidad en la historia. Somos, desde el inicio, parte de un plan divino.

Esto nos recuerda las palabras del Salmo 139:

"Tú creaste mis entrañas,

me formaste en el vientre de mi madre.

Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio:

¡son admirables tus obras!"

(Salmo 139,13-14)

Este conocimiento no debe inflarnos de orgullo, sino llenarnos de asombro y humildad. Si Dios nos pensó, nos soñó y nos llamó antes de nacer, entonces cada día de nuestra vida tiene un sentido profundo. Hay una misión escondida en nuestra existencia que vale la pena descubrir y abrazar.

La voz de Isaías declara: “pronunció mi nombre”. En la Biblia, el nombre no es un simple rótulo; es símbolo de identidad y misión. Cuando Dios llama por el nombre, revela el núcleo de lo que somos.

Recordemos a Jeremías:

"Antes de formarte en el vientre, te conocí,

y antes de que salieras del seno materno, te consagré;

te puse por profeta de las naciones."

(Jeremías 1,5)

Y a María, cuando el ángel le dice: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios” (Lucas 1,30), la llama por su nombre antes de anunciarle su vocación más alta.

¿Cuántas veces olvidamos quiénes somos? Nos dejamos definir por etiquetas, fracasos, redes sociales o comparaciones. Pero la única identidad que no cambia es la que Dios nos ha dado: hijos amados, siervos suyos, instrumentos de su gloria.

Isaías afirma: "Hizo de mi boca una espada afilada". En tiempos donde las palabras pueden ser armas de destrucción masiva o simples adornos sin vida, Dios nos recuerda el poder transformador de la palabra pronunciada con verdad y amor.

Hebreos 4,12 lo confirma:

"La Palabra de Dios es viva y eficaz,

más cortante que espada de doble filo."

Nuestras palabras están llamadas a sanar, exhortar, iluminar, consolar. Cuando nos dejamos formar por Dios, nuestra boca se vuelve instrumento de justicia, canal de sabiduría y bálsamo para los corazones heridos.

Jesús mismo, en el Apocalipsis, es presentado con “una espada afilada que sale de su boca” (Apocalipsis 1,16), signo de su autoridad soberana para juzgar y salvar. No subestimemos entonces lo que decimos, pues una sola palabra puede abrir el cielo o cerrar un corazón.

"Me escondió en la sombra de su mano". A veces, cuando Dios nos llama, nos esconde. Parece paradójico: nos elige… y luego nos oculta. Pero no es castigo, es formación. Nos guarda en su palma, como el escultor que no revela la obra hasta que está lista.

¿Cuántas veces nos hemos sentido olvidados, invisibles, estancados? En realidad, estábamos en la sombra protectora de su mano, como Moisés en la cueva (Éxodo 33,22), como Elías en el desierto (1 Reyes 19). Dios forma en lo oculto. La oscuridad de hoy puede ser la antesala de una misión gloriosa.

"Me hizo flecha bruñida y me guardó en su aljaba". La imagen es poderosa. Una flecha no se improvisa. Debe estar pulida, equilibrada, afilada. Todo flechazo certero requiere tiempo de preparación.

La vida cristiana es exactamente eso: un taller donde el Espíritu Santo lima nuestras asperezas, corrige nuestras desviaciones, pule nuestras intenciones. San Pablo entendía esto cuando decía:

"Me esfuerzo por correr hasta alcanzarlo,

pues también yo he sido alcanzado por Cristo Jesús."

(Filipenses 3,12)

Dios quiere lanzarnos al mundo con precisión divina. Pero si no dejamos que nos afile, podemos volar torcidos. ¿Estamos dispuestos a ser moldeados, aún cuando duela?

"Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré". ¡Qué honor tan grande y qué responsabilidad tan tremenda! Ser siervo de Dios no es rebajarse, es vivir en plenitud el sentido para el que fuimos creados.

Jesús, el Siervo por excelencia, dijo:

"El que quiera ser el primero entre vosotros,

que sea el servidor de todos."

(Marcos 10,44)

Servir a Dios no es solamente hacer cosas religiosas. Es poner nuestros talentos, tiempo y corazón al servicio del Reino, donde sea que estemos: en el hogar, en el aula, en la política, en la música, en el silencio del claustro o en la vorágine de una gran ciudad.

Dios se glorifica en el que sirve con humildad, constancia y amor. No busca estrellas, busca siervos fieles.

"Por medio de ti me glorificaré". Esta frase resume toda la vocación cristiana. No vivimos para nosotros mismos. Vivimos para dar gloria a Dios. Como enseña san Pablo:

"Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa,

hacedlo todo para gloria de Dios."

(1 Corintios 10,31)

Glorificar a Dios no es solo rezar fuerte o levantar las manos. Es vivir con coherencia, con fe activa, con amor visible. Es ser luz en la oscuridad, sal que da sabor, levadura que transforma.

Jesús nos dice: “Mi Padre es glorificado cuando ustedes dan mucho fruto” (Juan 15,8). ¿Qué fruto estamos dando? ¿Qué huella dejamos?

Después de escuchar esta llamada profética de Isaías, la pregunta inevitable es: ¿cómo responder?

-Con confianza, sabiendo que fuimos pensados y llamados por Dios.

-Con docilidad, dejando que su Palabra nos forme.

-Con valentía, aceptando que el proceso no siempre será cómodo.

-Con humildad, reconociendo que somos siervos y no protagonistas.

-Con pasión, deseando que Dios se glorifique a través de nuestra vida, aunque nadie nos aplauda.

Podemos orar con las palabras de Isaías 6,8:

"Aquí estoy, Señor, envíame a mí."

A lo largo de la historia, los santos han vivido esta vocación con radicalidad y belleza. Teresa de Calcuta, desde los callejones de Calcuta, fue flecha de misericordia. San Juan Pablo II, desde el escenario del mundo, fue voz profética. San José, desde el silencio, fue siervo bruñido en la obediencia. Todos ellos fueron respuestas vivas al llamado que Isaías escuchó.

Hoy, tú y yo somos invitados a continuar esa historia. Porque no hay cristianismo sin misión. No hay salvación sin entrega. Y no hay gloria sin cruz.

“Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos…” Hoy, esas palabras resuenan para ti. No importa si estás en un rincón olvidado del mundo o en medio del ruido de una ciudad. Dios te llama. Te llama por tu nombre. Y te dice:

“Tú eres mi siervo, por medio de ti me glorificaré.”

No es solo poesía profética. Es tu biografía en clave divina.

Entonces, ¡escucha, levántate, afílate, deja que Él te lance! Y no temas. Porque estás en la sombra de su mano.

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