CUANDO EL CORAZÓN ARDE
- estradasilvaj
- 29 abr
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«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lucas 24,32)
La frase parece brotar de lo más íntimo. Dos discípulos caminan con el corazón roto, los sueños aplastados y la fe tambaleando. Jesús, el que creían Mesías, ha sido crucificado. La esperanza que los sostenía se esfumó en una cruz.
Y sin embargo, algo ocurre. Un forastero se une a ellos en el camino, y mientras les explica las Escrituras, sin reconocerlo aún, sus corazones empiezan a arder.
Este ardor no es metáfora piadosa. Es el testimonio de una experiencia real. Es el alma volviendo a la vida. Es el fuego del Espíritu soplando brasas que parecían apagadas.
Hoy también muchos caminan como los de Emaús: desilusionados, confundidos, heridos. La buena noticia es que Cristo camina con nosotros, aunque a veces no lo reconozcamos. Y su Palabra, aún en medio del dolor, sigue haciendo arder los corazones.
Los discípulos de Emaús simbolizan a todos los que se han alejado con tristeza. Son imagen de quienes han visto sus ideales desmoronarse. Sus palabras son desconcertantes:
"Nosotros esperábamos..." (Lucas 24,21).
Cuántas veces también nosotros repetimos esa frase:
-"Esperábamos que nuestra familia no se quebrara."
-"Esperábamos que Dios nos sanara."
-"Esperábamos que la Iglesia no nos decepcionara."
-"Esperábamos que esta oración fuera escuchada."
Emaús es el camino del desencanto. Pero también, misteriosamente, se vuelve el camino del renacimiento. No porque las circunstancias cambien de inmediato, sino porque Cristo se hace presente en medio de la noche.
"Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (Mateo 28,20).
Jesús camina con ellos. No desde el cielo, no desde un trono, sino desde el polvo del camino. No se presenta con rayos ni coros celestiales. Se hace compañero de ruta, sin imponer, sin alardear.
Esto nos habla de un Dios profundamente encarnado. Que no espera a que lo busques en un templo perfecto, sino que te sale al encuentro en la rutina, en la herida, en la duda.
"No tengas miedo, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios" (Isaías 41,10).
Jesús se interesa por su tristeza, les pregunta, los escucha, los deja hablar. Y luego, abre las Escrituras. Pero no como profesor, sino como quien enciende brasas.
"¿No ardía nuestro corazón...?"
Esta es una de las expresiones más bellas del Evangelio. El corazón humano —cuando escucha la Palabra en un clima de fe y diálogo— se enciende. No por manipulación emocional, sino por encuentro real con el sentido más profundo de la vida.
Jesús no les da soluciones inmediatas. Les recuerda las promesas, les vuelve a contar la historia, les revela que el sufrimiento no fue derrota, sino paso necesario. Les reinterpreta la cruz desde la victoria. Les da sentido.
"¿No era necesario que el Mesías padeciera estas cosas y entrara en su gloria?" (Lucas 24,26).
El corazón arde cuando el alma se da cuenta de que la oscuridad tenía un propósito, de que Dios nunca se fue, de que había una lógica escondida detrás del aparente fracaso.
Cuando llegan a Emaús, los discípulos le ruegan: "Quédate con nosotros". Ya no quieren seguir sin ese extraño que los hizo arder por dentro.
Jesús entra. Se sienta a la mesa. Parte el pan. Y entonces —solo entonces— lo reconocen.
La Eucaristía es ese momento de revelación. Lo que la Palabra había encendido, ahora se vuelve Presencia. Lo que era calor, se vuelve visión.
"Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron" (Lucas 24,30-31).
Pero aquí ocurre algo desconcertante: desaparece de su vista. Porque ya no necesitan verlo con los ojos. Ahora lo llevan dentro, como fuego, como certeza, como misión.
Los discípulos no se quedan contemplando la emoción. Se levantan esa misma hora, en la noche, y vuelven a Jerusalén. El corazón que arde no se queda callado, se convierte en testigo.
El cristiano verdadero no es quien siente bonito, sino quien —tras experimentar el fuego de Dios— sale al encuentro del otro. Porque el fuego del Evangelio no es para consumo interno. Es contagioso.
"¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que anuncia la paz, del que trae la buena noticia!" (Isaías 52,7).
No todo ardor es dulce. A veces, la Palabra arde porque confronta, porque hiere para sanar, porque desenmascara mentiras. El fuego también purifica.
"¿No es mi palabra como fuego —oráculo del Señor—, como un martillo que despedaza la roca?" (Jeremías 23,29).
La Palabra no siempre nos consuela. A veces nos incomoda, nos obliga a revisar actitudes, nos empuja a romper rutinas estériles. El verdadero encuentro con Cristo no nos deja igual. Siempre nos saca de Emaús para llevarnos de vuelta a la misión.
Tal vez no lo notamos, pero también hoy hay corazones que arden:
+En el silencio de una oración profunda.
+En la lágrima que cae mientras se escucha la Palabra.
+En la decisión de perdonar aunque duela.
+En el acto de generosidad que desafía el egoísmo.
+En la lucha interior contra el pecado.
El ardor del corazón es la señal de que Dios está actuando. No con espectáculo, sino con presencia transformadora.
"El Reino de Dios no viene ostensiblemente... está entre ustedes" (Lucas 17,20-21).
La clave está en mirar más allá. No quedarse en lo externo. No reducir la fe a ritos vacíos o a frases bonitas. Jesús habla en el camino, pero solo al final lo reconocen.
¿Cuántas veces hablamos con Él sin saberlo? ¿Cuántas veces estuvo en los detalles que pasamos por alto?
Es necesario pedir ojos nuevos. Ver con el corazón, no solo con la mente. Escuchar desde el alma, no solo con los oídos. La fe madura cuando dejamos de buscar milagros espectaculares y empezamos a encontrar a Dios en lo pequeño.
"Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mateo 5,8).
¿Cuándo fue la última vez que tu corazón ardió?
¿Recuerdas algún momento donde sentiste que la Palabra te atravesaba? ¿Dónde una lectura, una homilía, un gesto de otro creyente te encendió por dentro?
Ese fuego no es nostalgia: es llamada, es vocación. Te está diciendo: “No olvides quién eres. No olvides quién es Él”.
Quizá ahora mismo estás caminando por tu propio Emaús. Quizá la fe se ha enfriado, el dolor ha opacado la esperanza, o la rutina ha silenciado la oración.
Pero Él está ahí. Te escucha. Te habla. Y si lo dejas, hará arder otra vez tu corazón.
Te proponga siete acciones concretas para tu vida:
1. Lee la Palabra con humildad y apertura.
No te acerques a la Biblia como a un libro de historia o de moral. Pide al Espíritu que encienda tu corazón cada vez que la leas. Un buen inicio: el Evangelio del día y un cuaderno para anotar lo que “te hace arder”.
2. Habla con Jesús en tu propio camino de Emaús.
Cuéntale tus desilusiones, tus “esperábamos”, tus dudas. Él no se escandaliza. Él camina contigo.
3. Reconoce su presencia en lo cotidiano.
Aprende a ver a Cristo en la mesa familiar, en una conversación sincera, en el pan compartido, en el pobre que toca tu puerta.
4. Celebra la Eucaristía como momento de revelación.
No vayas a misa por costumbre. Pídele que se te revele, que abra tus ojos, que renueve tu corazón.
5. Permite que el fuego purifique.
Deja que la Palabra te cuestione, que te saque de tu comodidad. No la uses para confirmar lo que piensas, sino para confrontar lo que necesitas cambiar.
6. Comparte el ardor con otros.
Habla de lo que Dios hace en ti. No lo escondas. Comparte un versículo, una reflexión, una vivencia. El fuego de Dios se mantiene encendido cuando se transmite.
7. Reza con esta sencilla oración cada mañana:.
“Señor Jesús, haz arder hoy mi corazón con tu Palabra. Quédate conmigo. Abre mis ojos. Que yo te reconozca en el camino, y que tu fuego me empuje a anunciarte con alegría.”
"¿No ardía nuestro corazón…?"
Esa pregunta no es solo recuerdo, es invitación. Porque cada día, Cristo sigue hablando en los caminos de nuestra vida. Y si nos abrimos, volveremos a arder, volveremos a ver, volveremos a vivir.
Y ese fuego, hermano, hermana…
Ese fuego ya no se apaga.




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