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ATRAÍDOS POR EL PADRE

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 7 may
  • 5 Min. de lectura

«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.» (Jn 6,44-47)

En un mundo donde lo visible y lo inmediato parecen dictar lo real, Jesús nos revela un principio completamente opuesto: lo esencial ocurre en lo invisible, en el misterio de la atracción divina. El inicio del camino hacia Cristo no está en nuestras decisiones voluntaristas ni en nuestras obras externas, sino en un suave pero profundo movimiento interior que proviene del Padre. «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado».

La palabra "atraer" no implica imposición, sino una atracción que toca el alma desde lo profundo, como si el corazón tuviera un eco secreto que responde al susurro de su origen divino. Esta atracción no anula la libertad; más bien, la despierta. Nos recuerda que el primer paso hacia la fe no es mérito humano, sino gracia. Y eso cambia todo: no estamos solos en nuestra búsqueda de Dios. De hecho, es Dios quien primero nos busca.

Jesús cita a los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Esta es una promesa de Isaías (cf. Is 54,13), un anhelo de los tiempos mesiánicos en que ya no dependeríamos de intermediarios humanos para conocer a Dios, porque el mismo Espíritu hablaría al corazón de cada persona. Es una profecía de una relación personal, directa, íntima.

Este ser discípulos de Dios implica una actitud de escucha. La fe cristiana no se impone, se escucha. Se acoge. Quien escucha al Padre —dice Jesús— viene a mí. La verdadera espiritualidad cristiana nace de un oído abierto, de un corazón que se deja enseñar. Por eso, no se trata simplemente de pertenecer a una religión, sino de entrar en una relación viva con el Dios que habla en lo secreto del alma.

Y aquí se rompe una vieja idea que muchos aún arrastran: que creer es solo un asunto de “saber cosas sobre Dios”. No. Creer es aprender del Padre, dejarse formar, dejarse atraer, dejarse guiar hacia Cristo.

Jesús aclara algo crucial: «No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre». Esta afirmación es radical. Nadie conoce a Dios en su plenitud excepto el Hijo. Por eso, solo Cristo puede mostrarnos verdaderamente quién es el Padre. Todo intento de conocer a Dios fuera de Jesucristo corre el riesgo de proyectar nuestras ideas, de construir ídolos emocionales o filosóficos. Jesús es la única imagen fiel del Dios invisible (cf. Col 1,15).

Cuando nos encontramos con Jesús en el Evangelio —en sus palabras, en sus gestos, en su compasión, en su firmeza, en su cruz— estamos viendo, oyendo y tocando algo del corazón mismo del Padre. Quien ve a Jesús, ha visto al Padre (cf. Jn 14,9). ¿Quieres saber cómo es Dios? Mira a Cristo. No hay otro camino más seguro, más tierno, más exigente y más verdadero.

Y luego viene la gran promesa: «En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna». No dice “tendrá”, sino “tiene”. Esta vida eterna no es simplemente un premio futuro, sino una realidad que comienza ahora. Vivir creyendo en Cristo es ya empezar a vivir con una calidad nueva de existencia. Es comenzar a respirar la vida de Dios dentro del tiempo.

Por supuesto, esta vida eterna tendrá su plenitud en la resurrección, cuando —como promete el mismo texto— Jesús nos resucite en el último día. Pero la semilla de esa resurrección está ya plantada en cada creyente. La fe en Cristo no es un consuelo ilusorio para el más allá, sino una transformación radical del presente. Es caminar con una esperanza que no se apaga, con una fuerza interior que no viene de nosotros, y con una certeza: que la muerte no tendrá la última palabra.

La fe no es una escalera, es una puerta que se abre desde dentro

Muchas veces creemos que hay que escalar montañas espirituales para alcanzar a Dios. Pero Jesús nos dice que es el Padre quien nos atrae. No somos nosotros quienes tocamos a Dios primero; es Él quien nos toca, quien siembra en nosotros el deseo de buscarlo. En la fe cristiana, el mérito está en la respuesta, no en la iniciativa.

He aquí tres reflexiones:

1. Escuchar al Padre exige silencio interior.

Vivimos rodeados de ruido. No solo el externo, sino el ruido mental: pensamientos obsesivos, preocupaciones, comparaciones, ansiedad. Pero Dios habla en el silencio. Ser discípulo del Padre exige una disposición interior que muchos han olvidado cultivar: la escucha. No hay verdadero crecimiento espiritual sin momentos de oración silenciosa, de lectura pausada de la Palabra, de recogimiento.

2. Ver a Cristo es encontrar la verdad más profunda del universo.

En un mundo saturado de relatos, filosofías, ideologías y espiritualidades, Jesús no se presenta como una opción más, sino como el revelador definitivo del Padre. Conocerlo a Él no es solo abrazar una doctrina, sino entrar en una historia viva, la historia de Dios que se ha hecho uno de nosotros. Cristo no es un maestro moral más. Es el Hijo. Y por eso, tiene la autoridad de quien ha visto al Padre.

3. La vida eterna comienza aquí y ahora.

Vivir con Cristo es comenzar a vivir para siempre. La eternidad no es simplemente una prolongación del tiempo. Es una cualidad nueva de vida. Es vivir con paz profunda en medio de las tormentas, con alegría aún en medio del dolor, con esperanza a pesar del sinsentido. No se trata solo de vivir más tiempo, sino de vivir con más sentido.

Y, ¿qué podemos aprender para nuestra vida?

1. Acoge la gracia del Padre con humildad.

Reconoce que tu fe no es mérito propio. Es una respuesta a una atracción secreta del Padre. Esto te dará humildad, gratitud y también confianza: si Él te ha traído hasta aquí, no te soltará. Si estás en camino hacia Jesús, es porque el Padre ya está actuando en ti.

2. Cultiva la escucha espiritual.

Dedica tiempo cada día al silencio. Apaga el teléfono, cierra los ojos, respira, abre tu corazón. Deja que Dios te hable sin palabras, a través de su Palabra escrita, de los acontecimientos, de la belleza, del dolor. Ser discípulo comienza por ser oyente.

3. Busca el rostro del Padre en Cristo, no en tus ideas.

No construyas un Dios a tu medida. No te hagas un “dios blandito” que justifique todo, ni uno “duro” que te condene constantemente. Mira a Cristo: allí está el verdadero rostro del Padre. En su misericordia, en su verdad, en su entrega total. Él es la imagen visible del Invisible.

4. Vive con esperanza firme: la vida eterna es real.

No te dejes robar la esperanza. Aunque todo se derrumbe, aunque parezca que el mal tiene la última palabra, Cristo promete: “yo lo resucitaré en el último día”. Agárrate a esa promesa. Ella es más sólida que todas las dudas, que todos los sufrimientos y que todas las amenazas de la muerte.

5. Comparte tu fe como quien ofrece una perla preciosa.

No impongas. No discutas. No convenzas con argumentos vacíos. Deja que tu vida hable. Que tus palabras broten de la experiencia de ser amado, atraído, salvado. El mundo no necesita más discursos religiosos, necesita testigos de una vida transformada por la fe.

Acompáñame con esta oración:

Señor Jesús,

si hoy estoy aquí, si creo en Ti,

no es porque yo haya sido mejor, ni más sabio, ni más fuerte,

sino porque el Padre me ha atraído con su amor eterno.

Gracias por no dejarme solo en mi búsqueda.

Gracias por mostrarme el rostro del Padre en tu vida y en tu cruz.

Hazme discípulo verdadero, oyente atento, creyente firme.

Y cuando llegue el último día,

hazme levantar con

ree

tigo a la vida eterna.

Amén.

 
 
 

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