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AL DIOS DESCONOCIDO

  • Foto del escritor: estradasilvaj
    estradasilvaj
  • 27 may
  • 5 Min. de lectura

Aquel día, Pablo no hablaba ante pescadores ni entre fariseos. Se encontraba en el Areópago de Atenas, el corazón intelectual del mundo helénico, donde se debatían ideas como hoy se viralizan opiniones en redes sociales. Allí no bastaba repetir dogmas: se necesitaba claridad, razón y una profundidad que conectara con el alma inquieta de los pensadores.

Y Pablo, apóstol de Cristo, lejos de rechazar la cultura griega o atacarla, la comprendió. Lo primero que hizo fue reconocer la religiosidad del pueblo: “Veo que sois en todo extremadamente religiosos”. No dijo “idólatras” con tono despectivo, sino que honró la sed espiritual que leía en sus monumentos y altares. Y ahí, entre piedras y símbolos, encontró un rastro de humildad filosófica: un altar al Dios desconocido.

Pablo ve en ese altar una puerta abierta, un reconocimiento de que incluso en su panteón de deidades, había una intuición de que faltaba algo, o mejor dicho, Alguien. Un Dios que no habían logrado definir, pero que sabían que debía estar allí.

Qué actual es eso, ¿no? En una sociedad con mil “dioses modernos” (dinero, éxito, ciencia, ideología, redes), seguimos teniendo, aunque escondido, un altar al Dios que no sabemos nombrar. Quizá no tallado en mármol, pero sí grabado en las preguntas que duelen, en la sed que no cesa, en los vacíos que ninguna aplicación o logro llena.

Entonces Pablo, sin sermón ni condena, anuncia a ese Dios desconocido. Pero no como una idea más para debatir, sino como una Persona viva que ha creado todo. Y empieza fuerte: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene”. No uno más del montón, no una especialidad religiosa, sino el fundamento de la realidad.

Y sigue rompiendo paradigmas:

“No habita en templos construidos por manos humanas”

“Ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien”

Esto es revolucionario. Pablo desarma la idea de un Dios que se puede encerrar, manipular, sobornar o domesticar. El Dios verdadero no es una marioneta espiritual. No se deja encajar en las cajas de nuestras categorías. No está al servicio de nuestra comodidad ni de nuestras instituciones.

Más aún, no necesita de nosotros. Pero –y esto es la belleza– quiere darnos todo. El Dios del que habla Pablo no exige para recibir, sino que da para que vivamos. Nos regala el aliento, la existencia, la vida entera.

Esto desarma dos extremos comunes:

La religiosidad legalista que cree que hay que ganar el favor de Dios como quien paga una deuda.

La apatía espiritual moderna que dice que si Dios existe, da igual, porque está lejos, desinteresado.

Pablo responde: no necesita nada de ti, pero ha decidido amarte todo. Y eso, lejos de anularte, te dignifica.

Y aquí viene otra bomba teológica con potencia sociopolítica: “De uno solo creó el género humano para que habitara la tierra entera”.

En un mundo con racismo, clasismo, nacionalismos cerrados y sectarismos violentos, Pablo afirma la unidad esencial de todos los seres humanos. No hay razas superiores, ni pueblos con más valor que otros. Toda humanidad viene de una misma raíz: de Dios.

Y esa unidad no es uniforme ni controladora. Dios “determinó los tiempos y las fronteras”, lo que indica que respeta la diversidad de culturas, geografías e historias. Pero con un fin:

“Para que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban.”

Es decir, toda la historia humana es un gran peregrinaje hacia el misterio de Dios. Cada cultura, incluso con sus errores y desvaríos, ha sido un intento de buscar la verdad. A veces a tientas, sí. Con torpezas, con caídas. Pero ese deseo profundo de trascendencia –esa brújula interior que señala más allá– está en el corazón de cada civilización.

La fe cristiana, por tanto, no viene a anular la historia de los pueblos, sino a revelar el rostro de Aquel a quien todos, en el fondo, estaban buscando. Cristo no destruye las preguntas humanas: les da respuesta.

Y entonces Pablo dice una frase que debería estar tatuada en todo templo y aula, en cada pecho creyente y en cada muro de quienes aún dudan:

“No está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos.”

Este es el corazón del mensaje. El Dios que parecía lejano, abstracto, incognoscible, está íntimamente presente. No en el sentido de “espía” o vigilante, sino como fuente continua de vida y realidad.

Cada latido es sostenido por Él.

Cada pensamiento surge en un mundo que Él mantiene con amor.

Cada instante de existencia es un don.

Y Pablo, sabio como pocos, cita a los propios poetas griegos: “Somos estirpe suya.” Esto no solo es pedagogía, es profecía: la verdad de Dios ha sido sembrada en muchos corazones, incluso en quienes no conocían el nombre de Cristo.

Este pasaje no es un simple discurso antiguo. Es un espejo para nuestro tiempo.

Vivimos entre nuevos altares:

-La tecnología que promete todo, pero no responde al dolor.

-La ciencia que explica el “cómo” pero no el “para qué”.

-La ideología que divide, aunque hable de igualdad.

-La espiritualidad “personal” que evita compromisos.

Y aún así, el altar al Dios desconocido sigue erguido en lo profundo del alma contemporánea. Cuando alguien llora sin consuelo. Cuando se reza sin saber a quién. Cuando se ama sin comprender por qué. Cuando se lucha por la justicia sin saber de dónde viene el deseo de justicia…

Ahí está ese altar.

Y el anuncio de Pablo sigue siendo urgente:

“Eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo.”

La Iglesia no debe esconderse ni encerrarse. Debe salir al Areópago del siglo XXI: universidades, redes, barrios, medios, diálogos. No para imponer, sino para revelar el rostro del Dios que ya está presente.

¿Qué enseñanzas nos deja este encuentro en el Areópago de Atenas?

1. Toda búsqueda sincera de verdad es una semilla de fe.

No despreciemos las preguntas, las dudas, los intentos “tímidos” de espiritualidad. Muchos caminan a tientas, pero caminan. La fe no comienza en la certeza, sino en la sed de sentido.

2. Dios no se encierra en lo religioso, lo institucional o lo que controlamos.

El verdadero Dios es siempre más grande que nuestros esquemas. Hay que abrirse a lo inesperado, a lo incómodo, a lo que no se puede programar. Jesús lo dijo: “El viento sopla donde quiere”.

3. Somos parte de una gran unidad humana: no hay “otros” para Dios.

Todos somos hermanos, aunque pensemos distinto. La dignidad no nace de pertenecer a un grupo, sino de haber sido creados por el mismo Dios. Esa conciencia nos compromete con la justicia y la paz.

4. Vivimos en Dios, incluso si no lo sabemos.

Él es el suelo de nuestra existencia. No necesitamos “ir a buscarlo lejos”, sino reconocerlo aquí. En el dolor, en la belleza, en la conciencia, en el otro.

5. Anunciar la fe hoy exige respeto, inteligencia y humildad.

Pablo no gritó ni condenó. Escuchó, observó, valoró, y desde allí sembró el Evangelio. Hoy necesitamos cristianos capaces de hacer lo mismo: dialogar sin perder la verdad, amar sin condicionar, hablar sin miedo.

6. Si sientes que no conoces a Dios, no estás perdido: estás en camino.

El mismo Pablo dice que lo podemos encontrar “aunque sea a tientas”. Y eso basta. Porque no se trata de encontrarlo primero para que te ame, sino de descubrir que ya está contigo y te sostiene.

En el fondo de todo corazón hay un altar al Dios desconocido. La fe cristiana no viene a borrar las búsquedas humanas, sino a responderlas con amor.

Ese Dios –el que no cabe en templos ni necesita sacrificios– te da la vida y te busca más de lo que tú le buscas.

¿Y si hoy, justo hoy, te atrevieras a levantar la mirada y a decir:

“Señor, si estás tan cerca… muéstrame tu rostro”?

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