¿ACASO SOY YO, MAESTRO?
- estradasilvaj
- 29 abr
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Hay momentos en la vida en que las traiciones no vienen de lejos, sino de cerca; no vienen del enemigo declarado, sino del amigo que comparte la mesa. Mateo 26,14-25 nos pone frente a una escena dolorosa y misteriosa: el momento en que Judas Iscariote vende al Maestro por treinta monedas de plata y, más tarde, participa del banquete pascual como si nada. El evangelista no necesita añadir dramatismo: los hechos hablan por sí solos, y el silencio de Jesús clama desde lo profundo.
Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: —¿Qué me daréis si os lo entrego? Ellos le ofrecieron treinta monedas de plata. Y desde ese momento buscaba una oportunidad para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: —¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua? Él respondió: —Id a la ciudad, a casa de tal persona, y decidle: "El Maestro dice: Mi hora está cerca; quiero celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos". Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían, dijo: —Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Muy entristecidos, comenzaron a preguntarle uno tras otro: —¿Acaso soy yo, Señor? Él respondió: —El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me va a entregar. El Hijo del Hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del Hombre es entregado! Más le valdría a ese hombre no haber nacido. Judas, el que lo iba a entregar, preguntó también: —¿Acaso soy yo, Rabí? Jesús le respondió: —Tú lo has dicho.
Judas no fue un extraño para Jesús. Fue uno de los Doce, uno de los elegidos, uno que recibió enseñanzas, pan, confianza. No era un espectador. Era parte del círculo íntimo. Y es precisamente eso lo que hace que su traición duela más.
Treinta monedas de plata era el precio de un esclavo, según Éxodo 21,32. No solo vende a Jesús, sino que lo rebaja al valor mínimo posible. La traición de Judas, entonces, no es solo un acto de ambición o desilusión: es una degradación de la dignidad del Señor. Lo reduce a un simple objeto de intercambio.
Pero... ¿y nosotros? ¿A qué precio vendemos nosotros a Jesús? Cada vez que elegimos el ego, el orgullo, la mentira o el confort por encima del Evangelio, ¿no estamos actuando con una lógica similar?
“Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6,21).
La traición de Judas es el espejo en el que se reflejan nuestras incoherencias más íntimas.
Jesús sabe. Él conoce el corazón de cada uno de los que están sentados a la mesa. Y aun así... les lava los pies, les habla con ternura, comparte la Pascua con ellos. Él no echa a Judas. Lo deja estar. Le da la oportunidad de volver, incluso hasta el último momento.
“Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”.
La reacción de los discípulos es llamativa: “¿Acaso soy yo, Señor?” Todos, sin excepción, sienten la posibilidad de la traición en su propio interior. Ninguno se atreve a decir: “¡Yo jamás!”. Y eso nos enseña algo valiosísimo: el verdadero discípulo no se cree inmune al pecado, sino que permanece vigilante.
Incluso Pedro, que jurará fidelidad hasta la muerte, terminará negando. Todos dudan de sí mismos. Todos, menos Judas.
Judas no dice “Señor”, sino “Rabí” (Maestro). Ya no reconoce su señorío, solo su enseñanza. Ya no hay relación, solo distancia. Su corazón ya está en otra parte.
Jesús no grita. No acusa con furia. No levanta la voz. Su dolor es silencioso. Un silencio que no es indiferente, sino profundamente herido. Y sin embargo, no lo rompe con reproches, sino con verdad.
“El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me va a entregar”.
En la cultura judía, compartir el pan era signo de intimidad, de confianza, de hermandad. Judas no solo traiciona a Jesús, traiciona la mesa común, la fraternidad, la confianza.
Pero el Maestro no le cierra la puerta. Le ofrece la última posibilidad de arrepentimiento. Al responder: “Tú lo has dicho”, Jesús lo confronta con la verdad. Lo llama a verse a sí mismo.
Jesús no manipula. No obliga a nadie a quedarse. Judas es libre. Y eso nos confronta con una de las verdades más duras del Evangelio: Dios nos ama tanto que nos deja ir, incluso si eso significa nuestra propia perdición.
“Más le valdría a ese hombre no haber nacido”.
No es un deseo de condena, sino una expresión del dolor infinito del Maestro. Jesús no quiere la muerte del traidor. De hecho, lo esperará hasta el final. Pero respeta su libertad, incluso cuando esta se convierte en instrumento de mal.
¿Qué aplicaciones encontramos para nuestro diario vivir?
a. Las traiciones de cada día
No hace falta vender a Cristo por monedas para traicionarlo. Lo traicionamos cuando negamos nuestra fe en ambientes hostiles, cuando callamos ante la injusticia, cuando actuamos con hipocresía, cuando hablamos de caridad pero vivimos en egoísmo.
“El que me ama guardará mi palabra” (Juan 14,23).
Traicionamos al Señor cuando su Palabra ya no orienta nuestras decisiones.
b. El valor de la vigilancia interior
Los discípulos, al preguntar “¿Soy yo, Señor?”, nos enseñan una actitud de humildad espiritual. Ellos no se sienten superiores. Saben que la debilidad humana es real. Por eso, el discípulo verdadero no presume de su fidelidad, sino que vigila con humildad y se confía a la gracia de Dios.
“El espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mateo 26,41).
c. Jesús no rompe la comunión
Esto es quizá lo más escandaloso del texto: Jesús permite que Judas permanezca en la mesa. No lo expulsa. ¿Por qué? Porque el amor no se rinde. Hasta el último momento, le ofrece la comunión. Nos deja una lección de misericordia: el amor verdadero no se venga, no se impacienta, no excluye al que aún puede volver.
¿Qué podemos aprender de este suceso?
-El pecado empieza en lo pequeño. Judas comenzó a traicionar a Jesús cuando dejó de mirarlo como Señor. La distancia no se hizo en un día. Lo mismo ocurre en nuestra vida: los grandes errores nacen de pequeñas indiferencias.
-Nadie está exento de caer. La pregunta “¿Soy yo, Señor?” debe resonar en nuestro corazón cada día. No como miedo paralizante, sino como humildad activa que nos lleva a orar, a discernir, a vigilar.
--Jesús conoce nuestro corazón, pero no nos condena antes de tiempo. Nos ofrece su amistad hasta el final. Incluso cuando ya hemos dado pasos lejos de Él, nos invita a volver.
Dios no se impone: respeta nuestra libertad. Incluso cuando usamos mal esa libertad. Por eso, nuestra elección diaria de vivir según el Evangelio es un acto profundo de amor.
-No debemos escandalizarnos de la traición, sino aprender de ella. Judas no es solo un personaje de hace dos mil años. Judas vive en cada tentación de alejarnos de Jesús. Pero también vive la posibilidad de arrepentimiento... que él no aceptó, pero nosotros sí podemos.
El Señor comparte su mesa incluso con quien lo va a traicionar. ¡Qué misterio de amor! ¿Cómo no acercarnos a la Eucaristía con asombro, gratitud y reverencia?
Oremos:
Señor Jesús,
tú que conoces lo profundo del corazón humano
y no te apartas de nosotros ni en la hora de la traición,
mira nuestras debilidades con misericordia.
Tantas veces te hemos vendido por nuestras monedas:
el confort, el miedo, el orgullo, el silencio cómplice.
Y tú, sin embargo, sigues sirviéndonos la mesa.
Danos un corazón humilde,
capaz de preguntarte cada día: “¿Soy yo, Señor?”
y con tu gracia, responderte con fidelidad.
No permitas que nuestra traición sea definitiva.
Haznos volver a tu amor, como Pedro volvió con lágrimas.
Y si algún día nos alejamos, que nunca olvidemos
que tu mirada nos sigue esperando con ternura.
Amén.




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