A MI ME CONOCÉIS
- estradasilvaj
- 29 abr
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Vivir la fe con valor y claridad en tiempos de confusión
En los pasillos del templo, entre sombras de sospechas y rumores, la gente se pregunta: “¿No es este al que intentan matar?”. Una frase cargada de tensión, de dobleces. En ella resuena una paradoja profunda: el pueblo sabe que Jesús es perseguido, y sin embargo lo ve hablar “abiertamente”, sin temor, sin esconderse. No hay lógica política ni cálculo humano que explique tal valentía.
Jesús aparece como una presencia incómoda, innegable, inevitable. No puede ser ignorado. Su voz resuena entre las columnas del templo, no como la de un predicador más, sino como la de alguien que “procede de Dios”. Lo conocen —sí, saben de dónde viene—, pero no lo reconocen. Y es allí donde se abre el drama de la fe: conocer sin reconocer, ver sin comprender, escuchar sin oír realmente.
“Sabemos de dónde viene”, dicen. Esta afirmación, tan segura, encierra una ceguera trágica. Porque no basta con conocer los orígenes humanos de alguien —su ciudad natal, su familia, su historia visible— si no se reconoce su profundidad, su verdad última.
En Jesús se da el misterio de un Dios que se hace visible, pero cuya verdad más honda permanece oculta a los ojos meramente humanos. Por eso Jesús responde con fuerza: “A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta…”. Es como si dijera: “Creéis que me conocéis, pero lo que sabéis de mí es sólo la superficie. Mi verdadera procedencia es otra”.
Y entonces Jesús introduce un nuevo personaje en la escena: el Padre, el Verdadero, el que lo ha enviado. Lo llama simplemente “el Verdadero”. No dice “Dios”, no dice “el Altísimo”, sino “el Verdadero”, como queriendo oponer la superficialidad de los juicios humanos a la profundidad del que es Verdad en sí.
Esta escena es profundamente actual. La vida cristiana hoy, vivida con convicción, también genera sospechas. En un mundo donde cada quien es dueño de su verdad, donde las opiniones se multiplican pero la sabiduría escasea, quien se atreve a hablar con claridad —como Jesús— es mirado con recelo. Se preguntan: “¿De dónde viene este? ¿Quién se cree que es?”.
Hoy también hay un tipo de persecución: más sutil, más sofisticada, pero real. La burla, la exclusión, el desprecio, incluso en ambientes eclesiales, hacia quienes se esfuerzan por vivir con radicalidad el Evangelio. Como Jesús, muchos cristianos sienten que su fe es vista como “demasiado”. Pero también como Él, están llamados a hablar abiertamente, con libertad, con valentía.
Porque ser cristiano no es mimetizarse, sino resplandecer. No es pasar desapercibido, sino ser “luz del mundo” (Mt 5,14). Y eso, inevitablemente, genera preguntas, incomodidad, a veces rechazo. Pero también despierta admiración y transforma corazones.
Jesús tiene la claridad de su identidad porque sabe de quién procede. No actúa “por su cuenta”, no improvisa un personaje religioso. Él es auténtico porque es obediente. Su autoridad viene de su origen: “Yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado”.
Aquí está el secreto de la vida cristiana con valor: saber de quién procedemos. En un mundo donde se nos empuja a inventarnos, a autodefinirnos, Jesús nos recuerda que la identidad más profunda no se crea, sino que se recibe. Somos hijos, enviados, amados. Y esa certeza es la que nos da el coraje para vivir sin miedo.
San Pablo lo diría así: “No os habéis recibido un espíritu de esclavitud, para volver a caer en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, por el que clamamos: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15). Saber que somos hijos de Dios nos libra del miedo, nos arraiga en una confianza que no se rompe con el juicio de los demás.
Jesús dice: “A ese vosotros no lo conocéis”. Dura afirmación. Jesús no endulza su discurso, no adapta la verdad para no ofender. El mundo religioso que lo rodea cree conocer a Dios, pero en realidad lo desconoce. Porque conocer a Dios no es sólo saber cosas sobre Él; es entrar en relación, dejarse transformar.
¿Y cómo se conoce a Dios? En Jesús. Él es “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15), el rostro visible del Padre. Todo aquel que quiera conocer al Verdadero, debe mirar a Jesús, escucharle, seguirle. No hay atajo. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).
Y aquí aparece otra enseñanza esencial para la vida cristiana valiente: no se trata sólo de defender doctrinas, sino de encarnar un rostro. No basta con hablar de Dios; hay que parecerse a Jesús. Y eso se logra caminando con Él, orando con sinceridad, viviendo en comunidad, cargando la cruz sin vergüenza.
Jesús hablaba “abiertamente”. No escondía su mensaje. No suavizaba el Reino. No negociaba la Verdad. Y, sin embargo, no lo hacía con agresividad ni con soberbia, sino con la fuerza serena de quien sabe que está en la luz.
Hoy más que nunca, los cristianos necesitamos recuperar ese arte del coraje evangélico: hablar con claridad sin dureza, ser firmes sin fanatismo, proponer sin imponer. El mundo necesita testigos valientes, no polemistas ruidosos. Personas que hablen de Dios con la vida, con coherencia, con belleza.
Como dice San Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere, pero con mansedumbre y respeto” (1 Pe 3,15). Ese equilibrio entre verdad y caridad, entre firmeza y dulzura, es la gran tarea del testimonio cristiano.
¿Qué enseñanzas podemos aplicar para nuestra vida?
1. Afirma tu identidad en Dios cada día
No eres fruto del azar ni de las etiquetas que el mundo te impone. Eres hijo, hija del Dios verdadero. Recuerda esto cada mañana, repítelo cuando sientas miedo o rechazo: “Yo procedo de Él, y Él me ha enviado”. Esa verdad es tu escudo.
2. Habla con libertad, no con agresividad
La libertad cristiana no es arrogancia, sino transparencia. No temas hablar de tu fe. Hazlo como lo hacía Jesús: sin esconderse, sin adornos innecesarios, pero con amor.
3. Vive con coherencia, aunque incomode
A veces, la fidelidad al Evangelio te hará parecer extraño, incluso entre los tuyos. No cedas. Jesús también fue incomprendido por su propio pueblo. Ser cristiano es, a veces, ser minoría profética.
4. Ora con profundidad para conocer al Verdadero
No te conformes con saber cosas sobre Dios. Búscalo en la oración, en la Escritura, en los sacramentos. Jesús te quiere llevar al corazón del Padre.
5. Forma comunidad con otros creyentes valientes
No puedes vivir esta fe en solitario. Rodéate de personas que amen la verdad, que compartan tu sed de autenticidad. El fuego se mantiene vivo entre brasas.
6. Recuerda que la misión viene del envío, no del mérito
No se trata de ser perfecto ni de saberlo todo. Se trata de saberse enviado. Como Jesús, puedes decir con humildad: “No vengo por mi cuenta”. Dios te envía. Y eso basta.
Vivimos tiempos en que la fe cristiana está en el banquillo de los acusados. Se duda de sus intenciones, se cuestiona su relevancia, se ridiculiza su moral. Pero nada de esto es nuevo. Ya Jesús vivió esa sospecha, ese rechazo.
Lo importante no es lo que digan de nosotros, sino lo que nosotros sabemos: de quién venimos y a quién servimos. Y si nos mantenemos fieles a esa fuente, si hablamos con libertad, si vivimos con autenticidad, entonces podremos hacer nuestras las palabras del Maestro: “Yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado”.
Ese es el camino de la valentía cristiana: no el de los aplausos fáciles, sino el de la fidelidad luminosa. Que, al final de nuestros días, no se diga que fuimos “conocidos” por el mundo, sino que conocimos al Verdadero, y que, como Jesús, vivimos y hablamos con libertad.




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